San Pío X, “El Sumo Pontífice”

San Pío X, “El Sumo Pontífice”

San Pío X
“El Sumo Pontífice”

Piox-Papa

En el camino de Roma

 

Cargado de años, se remontaba en el horizonte del tiempo el “Lumen in coelo”
Era el 20 de julio de 1903.

El soberano Pontífice que, con la altura de su genio y con la amplitud de su mente había dominado durante un cuarto de siglo el mundo, reposaba para siempre como un atleta tras larga batalla.

¡León XIII había muerto! Y mientras el pueblo de Roma se inclinaba ante el cadáver del níveo nonagenario, de las diversas partes del mundo purpurados se encaminaban hacia la Urbe de Pedro para dar a la Cristiandad un nuevo Padre, a la Iglesia un nuevo Vicario de Cristo, a la humanidad un nuevo Maestro.
También el cardenal Sarto, preocupado y conmovido, se dispuesto a partir para el Cónclave.

En la tarde del 26 de julio, desconocedor de los altos designios de Dios, después de haberse despedido afectuosamente de sus hermanas, salía del Palacio Patriarcal.

En la ocasión le aguardaba una enorme multitud, que había acudido como bajo el dominio de una misteriosa llamada.

-¡Vuelva pronto, Eminencia! – fue el grito de toda Venecia, que parecía apagarse como sobrecogida de un misterioso temor de que no regresaría nunca a la ciudad de los canales.

-¡Volveré vivo o muerto!- respondió en alta voz el futuro Pío X, logrando apenas detener la conmoción y bendiciendo a su querida población del mar.

Cuando a las 14:35 partió el tren, se levantó una grandiosa ovación: “¡Viva nuestro patriarca! ¡Viva nuestro cardenal!”

Contempló desde el Puente de la Laguna la ciudad dilecta; lanzó una mirada de despedida a las cúpulas de la insuperable “Basílica de Oro” que se esfumaban en la azul tranquilidad de las aguas luminosas y sintió toda la amargura de la partida.

Escondió el rostro entre las manos y sus ojos se cubrieron de lágrimas, en el doloroso deseo de apresurar la vuelta a las fatigas cotidianas para exhalar junto a la tumba del Evangelista el último suspiro de una vida dedicada por entero a la salvación de las almas.

Dios lo encaminaba hacia la última meta para darle todas las almas de la tierra como Jefe Supremo de la Iglesia Universal.

¿Quién será el sucesor de León XIII?

Pero, ¿acaso era aquel llanto –llanto de una admirable y generosa humildad – presentimiento de excelsos destinos, a los cuales hubiera querido sustraerse?
A cuantos en los días precedentes le habían pronosticado la tiara, les había replicado con acento severo:
Mons. Primo Rossi –abad mitrado de Castelfranco Veneto-, departiendo en cierta ocasión con el cardenal Sarto sobre la longevidad de León XIII, se aventuró a preguntarle en quien pensaba para una probable sucesión.
-me haces una pregunta- respondió el patriarca- del todo intempestiva. ¿Quién será el sucesor de León XIII…? ¡Imposible hacer conjeturas! Y además… ¡suceder a tan gran Pontífice…! Y, tras una brevísima pausa, añadió:
por la sabiduría con la cual León XIII iluminó el mundo, cabe esperar que un gran Papa será llamado a sucederle pero un Papa que deberá imponerse, sobre todo, por su santidad.

Con estas palabras, y sin quererlo, el cardenal Sarto identificaba sus cualidades como las del Pontífice que habría de suceder a León XIII y cuyo advenimiento esperaban la Iglesia y el mundo.

Y, entre los muchos que de cerca y de lejos le contemplaban. Había hombres a los cuales la Iglesia elevaría después a los altares:
“Tenemos ahora un Papa, León XIII, que con su profunda ciencia, con su seguro golpe de vista y con su finísima habilidad, levantó prodigiosamente y por encima de cuanto cabía esperarla situación de la Iglesia en el mundo. Pero a la muerte de León XIII la Iglesia puede tener necesidad de un jefe supremo que la conduzca de nuevo a las virtudes evangélicas de los tiempos apostólicos, ala bondad, a la caridad, a la sencillez del espíritu, a la mansedumbre, para ejercer, mayores influjos en las masa populares. Y en este sentido podría parecer oportunísima la elección del cardenal Sarto de Venecia, el cual se muestra aureolado en sumo grado de la fama de tales virtudes”.

Así se expresaba el insigne jurista B. Contardo Ferrini, como se lee en una declaración del Proceso para su Beatificación.

Tanto el gran maestro de la Universidad de Pavía como el cardenal Sarto estaban de perfecto acuerdo acerca de las cualidades que deberían adornar al sucesor de León XIII; la única diferencia consistía en que, mientras Ferrini veía en el patriarca de Venecia el hombre más indicado para ceñir en aquellos momentos la tiara, nuestro santo pensaba con terror en la posibilidad de ser elegido para una tan excelsa dignidad, para la cual, sinceramente, se creía no solamente indigno, sino absolutamente falto de condiciones.

El mismo León XIII parece que mirase al cardenal Sarto como a su propio sucesor.

Cierto día del año 1898 al ilustre maestro Lorenzo Perosi, que le había hablado acerca de unos proyectos y cuestiones relativas a la Capilla Musical de la Sixtina, le dijo textualmente:
“Podréis más ampliamente vuestros servicios cuando será Papa el cardenal de Venecia.” (Testimonio del maestro L. Perosi con fecha 2 de agosto de 1950: Arch. Postulación) Cfr. También: Mons. R. Sanz de Samper, Proc. Ord. Rom. F. 1138 y Mons. G. Bressan, Memoria mss.: Arch. Postulación)
De la misma manera opinión era también el Emmo. Cardenal Lucindo María Porachi, vicario de León XIII, quien hablando un día del año 1897 con un sacerdote de Venecia, lanzó esta rotunda afirmación: “Vuestro cardenal será el sucesor de León XIII”. (Sac. A. Frollo, Proc. Ord. Ven., pp. 593-593)

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