San Pío X El programa de su pontificado: “Instaurare omnia in Christo”

San Pío X El programa de su pontificado: “Instaurare omnia in Christo”

San Pío X

El programa de su pontificado:

“Instaurare omnia in Christo”

San-Pío-X-Papa

“Si alguno nos pide alguna consigna, le daremos siempre ésta y no otra: Restaurar las cosas en Cristo.”           Pío X, 4 de octubre de 1903

La Encíclica- Programa

A los 68 años de edad, Pío X era todavía robusto, lleno de fuerza y vigor. Tenía un carácter enérgico y sabio lo que quería. Con la seguridad de poseer la asistencia milagrosa de Dios, no paró mientes en las opiniones de los timoratos ni en los pronósticos de los muchos adivinos de fácil profecía y, para que ninguna duda pudiese surgir acerca de las orientaciones de su Pontificado y nadie se forjara erróneas ilusiones, en su primera encíclica del 4 de octubre de 1903, abrió su pensamiento y, con verdadera inspiración sobrenatural, anunció su programa de acción: “Instaurare omnia in Christo”.

 

Una palabra nueva para los hombres apegados a los intereses humanos, pero que tenía ya veinte siglos para Pío X: el programa mismo de la “plenitud de los tiempos” el mismo e idéntico programa que él había puesto en práctica en todos los días de su vida sacerdotal, desde la parroquia de Salzano al episcopado de Mantua y al patriarcado de la ciudad de San Marcos.

 

Él sabía muy bien que la salvación de los individuos y de las naciones estaba en el retorno a la práctica positiva de las doctrinas del Divino Maestro. Pues la civilización y la política, la ciencia y la cultura, la sociología y la moral, el derecho y la familia, la escuela y el estado, la vida pública y la vida privada en todas sus manifestaciones, debían inspirarse, no en las hábiles artes de la diplomacia humana o en los sucesos de las cosas pasajeras, sino en las inmutables enseñanzas del Evangelio, en la vida cristiana entendida en toda su plenitud y en toda su profundidad, aquella vida que un día habría de devolver a Cristo su reino – el reino que se anunció en el Sermón de la Montaña- y no en las transacciones de este mundo.

 

Desde las alturas de la cátedra de Pedro, Pío X vio mejor aún el mal que atormentaba entonces a la sociedad, profundizó su diagnostico e indicó inmediatamente el remedio.

 

La enfermedad que corroía y consumía la sociedad era el abandono de Dios, la apostasía del orden sobrenatural.

 

Entre muchos partidos en que estaban divididos los hombres, faltaban el partido más hermoso: el partido de Dios.

 

“¡Quien hay que deje ver- decía con altas palabras de verdad y de admonición, al presentarse al mundo- que la sociedad humana, más aún que en las pasadas edades, ha caído presa de una gravísima enfermedad, que, creciendo cada vez mas y corroyéndola en sus mas intimas entrañas, la arrastra a una ruina segura?”

 

Todos comprendéis cuál es esta enfermedad: la apostasía de Dios, a la que va unida la más tremenda destrucción. Pero, armándonos de valor por medio de Aquel que nos conforta, auxiliados por la virtud de Dios, proclamamos que no tenemos en nuestro Pontificado más programa que este:

“Restaurar todas las cosas en Cristo, de modo que Cristo lo sea todo y este en todo.”

No faltaran ciertamente- añadía- quienes, midiendo las cosas divinas con el rasero de las humanas, tratarán de escudriñar nuestros propósitos para encaminarlos torcidamente hacia fines terrenos y pasiones partidistas. Para cortar de raíz todas sus vanas ilusiones y esperanzas, les diremos resueltamente que Nos no queremos ser otra cosa, y con la ayuda de Dios, de cuya autoridad somos los depositarios. Los intereses de Dios serán nuestros intereses, y por ellos estamos decididos a consumir todas nuestras fuerzas y la propia vida. Por eso, si alguno nos pidiese una consigna como expresión de nuestra voluntad, le daremos siempre esta y no otra: “Renovarlo todo en Cristo.”

 

Una tarea grandiosa a la cual el Papa habría de consagrar todas sus fuerzas y la misma vida, porque estaba seguro de la eterna juventud que Cristo comunica a su Iglesia.

 

Nadie que tenga la mente sana – escribía el Santo Pontífice- puede dudar del resultado de esta lucha. La victoria será siempre de Dios, y la derrota del hombre, es tanto más próxima cuanto más audazmente se levanta el hombre en la engañosa ilusión del triunfo.

 

Pero eso no quita que tratemos de apresurar la hora de Dios, no ya únicamente con la oración, sino afirmando con palabras y lo que es más importante- con hechos, a la luz del sol, el supremo dominio de Dios sobre toda la sociedad humana y sobre todas las cosas. Lo que no solo nos exige por el deber que nos impone la naturaleza, sino también  por nuestro propio beneficio.

 

El deseo de la paz –continuaba- se oculta ciertamente en el pecho de todos los hombres y nadie hay que no la invoque con ardor. Pero querer la paz sin Dios es absurdo, porque de donde está lejos Dios, esta desterrada la justicia; y, donde está ausente la justicia, en vano hay esperanza de paz.

 

No son pocos –lo sabemos bien- los que, impelidos por este anhelo de paz que es tranquilidad de orden, se agrupan en sociedades y partidos que llaman precisamente partidos de orden. ¡Esperanzas vanas y trabajos perdidos! No hay más que un solo partido de orden que pueda devolvernos la paz entre la perturbación de las cosas: el partido de Dios. Este es el que hay que promover y este es necesario volver a llevar a los hombres si verdaderamente nos mueve el amor de la paz.

 

“Pero esta llamada de los hombres a la majestad y al imperio de Dios, no se podrá obtener nunca si no es por medio de Jesucristo. De lo que se sigue instaurarlo todo en Cristo y volver a llevar al género humano a la sujeción de Dios, no es sino una misma e idéntica cosa.”

 

Pero el camino seguro para llegar a Cristo -dice la Encíclica- es la Iglesia, custodio de la doctrina y de las leyes de Cristo. De ahí el deber de los obispos de “devolver por cualquier medio a la disciplina de la Iglesia a cuantos se han alejado de la sabiduría de Cristo”: disciplina que supone una llamada tanto a la verdad de la fe, como a las doctrinas mantenidas por la Iglesia en torno a la sociedad domestica – primera base de la sociedad civil- a las escuelas cristianas, al derecho de propiedad, a los deberes hacia el Estado y al equilibrio entre las diversas clases sociales.

 

“Arrancada de raíz la enorme y detestable maldad – prosiguió Pío X- típica de nuestra época, hay que volver a rendir los antiguos honores a las leyes santísimas y a los consejos del Evangelio; afirmar la verdad y la doctrina de la Iglesia en torno a la santidad del matrimonio, la educación de la juventud, la posesión y el uso de los bienes, los deberes hacia los que llevan las riendas del gobierno; restituir el equilibrio entre las diversas clases sociales según las prescripciones y las costumbres cristianas.”

 

Enunciando claramente de este modo el programa para que nadie pudiera llamarse a engaño acerca de sus intenciones, con la mirada fija en los confines de la eternidad, enderezo prontamente el alto pensamiento y la obra fecunda a la restauración de todas las cosas en Cristo, empezando así, con el gallardo continente de una atleta, un Pontificado que, si no había de ser muy largo en la extensión de los días, por la enorme grandeza de sus obras habría de ser recordado como uno de los más gloriosos en la historia de la Iglesia.

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