San Pío X, La Encíclica “Pascendi”

San Pío X, La Encíclica “Pascendi”

San Pío X

La Encíclica “Pascendi”

contra-el-modernismo

Los sesenta y cinco errores condenados por el decreto “Lamentabili” del 5 de julio de 1907 no constituían aún un concepto adecuado del complejo y heterogéneo sistema modernista.

 

Había que remontarse a los orígenes de la herejía con un estudio más amplio, con una investigación más profunda y con una requisitoria más vasta y más completa, que, sin atenuantes y sin apelación posible, hiriese con irreformable sentencia al modernismo en todas sus negaciones, en todas sus aberraciones y en todos sus ocultos escondrijos.

 

Esta fue la misión de la formidable encíclica Pascendi del 8 de septiembre de 1907 – el documento más vigoroso de Pío X. – la cual. Temida y esperada desde el anuncio de su publicación, debía señalar la derrota de la herejía del siglo XX y renovar el triunfo de la memorable jornada del 3 de junio del año 325, cuando el arrianismo desapareció de la faz de la tierra,  perseguido y aniquilado por el tremendo anatema de los trescientos de Nicea.

 

El modernismo quedara como la más impresionante subversión del intelecto humano que haya nunca recordado la historia del Cristianismo y que quizá jamás recordara.

 

Todo su sistema se apoya en la más completa negación del mundo sobrenatural, con la ineluctable consecuencia de la más espantosa incredulidad.

 

Esta es la tremenda herejía que la encíclica “Pascendi afronta con profundidad de pensamiento, haciendo de la fe de Cristo una apología triunfal que se desenvuelve con orden y claridad, conmovedora por el ardor apostólico que la dicta, Implacable en el vigoroso cuadro de la lógica que la anima.

 

Y, ante todo, no podemos dejar de encarecer la precisión con que Pío X, en el principio de su encíclica, fija neta e inequívocamente la fisonomía de los modernistas, los cuales, astutos e hipócritas, para mejor alcanzar sus funestos fines, se esforzaban por cualquier medio en aparecer como si dudasen de sus mismas doctrinas.

 

“Los modernistas –escribe el Santo Pontífice- hacen lo imposible para que los incluyamos en el número de los más peligrosos enemigos de la Iglesia. Pero no podrá extrañar a nadie que (dejando aparte las intenciones, de las que solo Dios puede juzgar) examine imparcialmente su doctrina y su modo de hablar y de obrar.

 

Sus planes de destrucción no los remueven fuera de la Iglesia, sino en su propio seno, y por ello el peligro se esconde casi en las venas y en  las viseras  de la Iglesia. No golpean con el hacha las ramas ni los brotes, sino las raíces mismas de la fe y sus más profundas fibras.

 

En el empleo de sus artes ora una doctrina ora otra, con tan sutil simulación que engañan fácilmente a todos los incautos, y, más audaces que las peores con ánimo franco e impertérrito.

 

A esto se añade, para mejor desorientar las mentes, su laboriosísimo genero de vida, su profunda y asidua aplicación a toda clase de estudios, unida con frecuencia a la fama de una conducta austera, mientras encubren en su alma el desprecio hacia toda autoridad y hacia todo freno, y, parapetados tras una falsa conciencia, se persuaden de que es amor a la verdad lo que no es sino obstinación y soberbia.

 

Esperábamos –prosigue con tristeza y dolor Pío X– que podríamos lograr atraer a estos extraviados a más sanos consejos y los tratamos al principio como hijos, con suavidad, luego, de mal grado, con severidad, y por último recurriendo a públicas advertencias. ¡Todo fue en vano! Parecieron humillar la frente por un momento, pero la volvieron a levantar con mayor altanería. Y aún podríamos disimular si solo se tratarse de ellos, pero se trata, por el contrario, de la seguridad del hombre católico. Por ello, es ya tiempo de salir de un silencio que ahora seria culpable y de dar a conocer al mundo quienes son los que tan mal se disfrazan.

 

Y, puesto que muestran la astutísima habilidad de no presentar sus doctrinas reunidas en un sistema, sino desperdigadas por doquier, como desconectadas una de otra para aparecer vacilantes y casi inciertos, cuando, por el contrario, están muy firmes en las mismas, recogeremos estas sus doctrinas formando un conjunto, indicando el nexo que las une entre sí para pasar después a indagar sus causas y a prescribir los remedios necesarios para impedir sus nocivos efectos.”

 

Tras este exordio, la encíclica se adentra en la exposición de la herejía modernista, analizándola en todos sus aspectos, considerándola en sus terribles consecuencias y poniendo al desnudo con inflexible lógica sus incoherencias, sus sofismas y sus absurdos.

 

Resumamos brevemente, con la mayor claridad y con toda la simplicidad posible, porque queremos ser comprendidos aun por los más incultos.

 

Origen de la fe

La razón humana- dicen los modernistas, repitiendo un viejo error ya condenado y presentado por ellos en el siglo  XX como un portentoso descubrimiento – no puede alcanzar más allá de los confines de los fenómenos del mundo visible: mas allá todo es incognoscible.

 

Pero entonces, ¿Qué es la fe?

La fe – en la concepción modernista- se reduce simplemente a un sentimiento que nace sin ningún concurso del intelecto por la necesidad que el hombre siente de la divinidad.

 

Pero ¿Qué valor puede tener el sentimiento si no está regido y sostenido por el intelecto?

 

La encíclica responde:

“¡Absolutamente ninguno! El sentimiento no será nunca más que un sentimiento sujeto siempre al engaño de los sentidos.

 

Ninguna fantasía, sea la que sea, sobre el sentimiento religioso – añade la encíclica- lograra nunca abolir el sentido común, el cual nos enseña que cualquier emoción o perturbación del ánimo, lejos de favorecer la investigación de la verdad como es en sí, la impide. La verdad que los modernistas dicen que surge del sentimiento, si bien puede servir para hacer juegos de palabras, en nada sirve al hombre, al cual le importa, por el contrario, saber si fuera de él existe verdaderamente un Dios en cuyas manos deberá caer algún día.”

 

Pero si la fe se reduce a un sentimiento –como quieren los modernistas- ¿Cuál es la consecuencia?

 

“El hombre –sentencia el documento Papal- con solo el sentimiento, no puede, ni podrá nunca, llegar al conocimiento de Dios.”

 

¡Así, pues, el hombre, en materia de religión, permanecerá siempre en un estado de perpetua ignorancia!

 

Y así se destruye de un golpe la teología natural, se anulan los motivos de credulidad y se niega la revelación eterna.

 

A semejantes conclusiones conduce la distinción entre la ciencia y la fe, a la que recurre la escuela de la incredulidad modernista.

 

Escuchemos la voz de la “Pascendi”

“Objeto de la ciencia, afirman los oráculos del modernismo, es lo cognoscible; objeto de la fe, lo incognoscible. Ahora bien, la razón de lo incognoscible es su desproporción con la inteligencia: desproporción que nada en el mundo, así lo admiten también los propios modernistas, podrá nunca suprimir. Por lo tanto, lo incognoscible permanecerá eternamente incognoscible. Así, pues, si al mundo se le ha de dar una religión, esta ha de ser la religión de lo incognoscible.”

 

Con estas primicias, el Papa podía ciertamente concluir:

“he aquí lo suficiente para demostrar como el modernismo conduce al ateísmo y al aniquilamiento de toda fe y de toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; al protestantismo siguió el modernismo.”

 

Los dogmas

Relegada la fe al dominio de las mas ilógicas negaciones y de los mas nebulosos sofismas ¿Cómo explicar la doctrina de los dogmas?

 

Los dogmas –enseña la ciencia de la nueva herejía- no son verdades absolutas, objetivas e inmutables, reveladas por Dios y conservadas por la tradición católica, sino simples formulas creadas por la reflexión del intelecto sobre el sentimiento religioso, el cual nace –como hemos dicho- de la necesidad que el hombre siente de lo divino. Estas formulas, cuando son sancionadas por la Iglesia, se transforman en dogmas.

 

Los dogmas –añaden los modernistas- solo sirven para que el creyente tenga conciencia de su propia fe. Respecto a la fe, son símbolos, imágenes y expresiones del sentimiento religioso. Respecto al creyente, son instrumentos para comunicar la verdad que tienen su origen en el sentimiento religioso. Pero, ya sea como símbolos, ya como instrumentos, no pueden tener un  valor absoluto, porque el sentimiento está sujeto a la inestabilidad y a constantes mutaciones. Y así como el creyente, de un estado de ánimo puede pasar sucesivamente a otro, de ello se sigue que también los dogmas deben necesariamente sufrir idéntica inestabilidad e idénticas mudanzas.

 

Por ello, el dogma derivaría –como la fe- del hombre mismo y revolucionaria con él y por él, reduciéndose a una etapa provisional de una continua sucesión de sentimientos.

 

Así pues, cuando la Iglesia definiese un dogma, no sancionaría verdades que debieran creerse, sino que expresaría únicamente en formulas los sentimientos del hombre. Por lo tanto, los dogmas serian simplemente normas prácticas para obrar, no para creer, porque la verdad no viene de Dios, sino del sentimiento del creyente.

 

¡Pero, entonces, la conclusión es que el creyente podrá crearse la verdad y cambiarla a su capricho!

 

“¡Delirios de ciegos que guían a otros ciegos! –dice la encíclica- y que, envanecidos con el soberbio nombre de la ciencia, en la exaltación de su orgullo, pervierten con un nuevo sistema las verdades eternas y todo sentido de religión, y, sin que les aterre seguir las huellas de Lutero, gritan en nombre de la manumisión de la libertad si son reprendidos, escarneciendo abiertamente a la Iglesia porque tan obstinadamente, osan decir, se niega a acomodar sus dogmas a las opiniones de la ciencia moderna; mientras ellos, arrojando al desván de los trastos inútiles la vieja teología, intentan poner en boga una nueva que secunde sus delirios, y se enorgullecen de pasar entre las filas de sus adeptos como hombres de nobilísima audacia y con patente de genialidad.”

 

JESUCRISTO.– y ahora, puesto que a nosotros se nos encoge el alma y tiembla nuestra mano al tener que repetir tales blasfemias, que nos diga la propia encíclica en que se ha convertido, bajo la pluma criminal de los protagonistas del modernismo, la adorable figura de Nuestro Señor Jesucristo, autor y consumador de la fe.

 

“La ciencia y la historia, sostienen los modernistas, no ven en Cristo más que un hombre; así pues, debe excluirse de su historia todo lo que sea divino. Su persona histórica ha sido transfigurada por la fe: por lo tanto, debe suprimirse de su historia todo lo que la eleva por encima de la propia historia y de sus condiciones naturales de simple mortal.”

 

¡Jesucristo, pues, habría sido simplemente un hombre; el más grande de los hombres – si se quiere- pero nada más!

 

Por lo tanto, si la humanidad cristiana ha creído y cree que Él es Dios, es porque los primeros creyentes, en el entusiasmo de su fe, le atribuyeron un origen divino, transfigurándolo en un Dios, aunque de hecho no lo sea.

 

Pero escuchemos de nuevo la “Pascendi”, que desarrollando estas aberraciones que llegan al extremo de la impiedad, prosigue diciendo:

 

“La critica divide en dos partes los documentos de la historia: una, los que pertenecen a la “historia de la fe” la otra, lo que pertenecen a la “historia real”.

 

Los modernistas distinguen estas dos especies de historia, y de ellas se sigue la distinción que hacen entre “el Cristo de la Historia” y el “Cristo de la fe”. El primero es real; el segundo no ha existido nunca. El “Cristo histórico” vivió en un punto determinado del tiempo y del espacio; el “Cristo de la fe” no ha vivido más que en las meditaciones del creyente. Tal es el Cristo que se nos presenta en el Evangelio de San Juan, y que no es más que una contemplación.”

 

Esta horrenda negación de la herejía del siglo XX, la cual, renovando la locura de Arrió, se levanta contra el Cristo de Dios, intentando arrancarle de la frente la aureola de la divinidad, para rebajarlo con el sarcasmo del incrédulo al nivel de un rabbí, cualquiera, engrandecido y transfigurado, después de su muerte, por el ciego entusiasmo de sus discípulos y por las piadosas contemplaciones del Apóstol de Tarsos y del Vidente de Patmos.

 

En este punto la encíclica, Pío X, como oprimido por una angustia inexpresable, no puede contenerse y exclama: “Quedamos estupefactos, pero esta es la critica modernista.”

 

¿Cómo no llorar ante la sacrílega audacia que se atrevía a arrebatar a la humanidad el Hombre-Dios que durante cuarenta siglos había pedido al cielo ara que consolase sus dolores y enjugase su llanto, para darle a cambio un fantasma y un mito amasados con la perfidia y con el veneno de todas las herejías que a través de los tiempos desgarraron el seno de la Iglesia?

 

Pero ¿Cómo no sentir, al propio tiempo, una inmensa piedad al pensar en el abismo pavoroso en el cual cayeron, por culpa de su orgullo, ingenios que hubieran podido rendir insignes servicios a la causa de Dios y de la Iglesia?

 

CULTO Y SACRAMENTOS- apagada toda luz sobrenatural, anulados los dogmas y negada la divinidad misma de Cristo, los nuevos herejes debían lógicamente lanzarse al asalto del culto de los Sacramentos, de los Libros Santos y de la Iglesia, considerada por ellos como la anacrónica superestructura de un viejo edificio que ante la nueva arquitectura de la ciencia moderna no tenía ya razón de existir.

 

Y así, puesto que todo en su sistema es necesidad y exigencia de vida, también el culto había nacido de una necesidad: la de dar a la religión una forma sensible.

 

Esta necesidad se explicaría en los Sacramentos, los cuales –como las formulas dogmaticas que acabamos de ver –no serian más que simples símbolos y simples manifestaciones de un valor puramente emocional.

 

“Los modernistas –dice la encíclica- parangonan los Sacramentos a ciertas palabras, de las cuales se dice vulgarmente que han hecho fortuna, porque tienen la virtud de expresar algunas ideas vigorosas que impresionan y conmueven. Y lo que estas palabras son respecto de las ideas que expresan, son los Sacramentos respecto del sentimiento religiosos; nada más. Lo que equivale a decir que los Sacramentos solo fueron instituidos para alimentar el sentimiento de la fe.”

 

Así pues. Los Sacramentos no son ya los principios fundamentales de la vida sobrenatural –como viene enseñado desde hace veinte siglos de la Iglesia de Cristo- sino expresiones de fenómenos sentimentales!

 

Si estas afirmaciones heréticas no fueran un hecho positivo, sería imposible creer que se han pronunciado jamás palabras tan inconcebibles.

 

SAGRADA ESCRITURA E IGLESIA.- en cuanto a los Libros Santos- los escritos que contienen la Palabra de Dios divinamente inspirada- no se habla ya de inspiración divina, porque –según la doctrina del modernismo- se reducen simplemente a una obra humana sujeta a errores, a una colección de escritos fragmentarios, nacidos en diversos momentos históricos, según las necesidades religiosas y morales de un pueblo, mientras las profecías son arreglos y adaptaciones muy posteriores a la realización de los hechos anunciados en ellas. Si en estos Libros hay algún rastro de una inspiración cualquiera, es esta una inspiración que surge de aquella necesidad- una necesidad más intensa- que cada creyente siente de comunicar a los otros su propia fe, sea con la Palabra, sea con sus escritos.

 

Del mismo modo,  también la Iglesia habría tenido su origen y su desarrollo en una necesidad.

 

“La Iglesia –escribe la “Pascendi” describiendo las teorías heréticas de los modernistas- ha nacido de una doble necesidad: de la necesidad que cada uno de los primeros creyentes sentía de comunicar a los demás su propia fe y de la necesidad que apremiaba a los primeros fieles a organizarse en una sociedad para acrecentar y propagar la fe común. La Iglesia, por lo tanto, sería el resultado de la conciencia colectiva, de la masa de las conciencias individuales, de los primeros creyentes, la cual tendría su origen en un primer creyente, que para los católicos seria Jesucristo.”

 

Con este criterio ¿Cómo buscar en la Iglesia algún carácter divino? Seria vano, porque además – como ya hemos dicho- el modernismo no admite que Jesucristo sea Dios.

 

Para que una sociedad humana pueda regirse y desarrollarse es necesario que haya una autoridad que la sostenga y la dirija. Y por ello nació en la Iglesia un triple poder: disciplinario para los derechos y deberes de la propia Iglesia; dogmatico, para las cosas de la fe; litúrgico, para el culto.

 

La doctrina católica ha enseñado siempre que la Iglesia ha recibido su autoridad directamente de Dios. Pero los modernistas, poniendo su ignorancia por encima de la infinita sabiduría de Dios y del sentimiento universal de veinte siglos de Cristianismo, niegan esta verdad.

 

La encíclica expone así sus aberraciones ideológicas, reproduciendo su tono violento y amenazador:

“La Iglesia no es ms que una emanación de la conciencia colectiva. La conciencia religiosa, por lo tanto, es el principio del que procede la autoridad de la Iglesia, la cual, si olvidase que su autoridad depende de la conciencia colectiva, transformaría esta autoridad en una tiranía.

Vivimos en unos tiempos, añaden los modernistas, en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su apogeo: en el orden civil la conciencia pública ha creado el régimen popular. Pero  en el hombre no hay dos conciencias ni dos vidas. Por ello, si la autoridad eclesiástica no quiere provocar y fomentar en lo íntimo de las conciencias un peligroso conflicto, debe plegarse a las formas democráticas. No doblegarse seria para ella la ruina, porque sería una locura imaginar que el sentimiento de libertad puede retroceder del punto a que ha llegado. Al verse combatido, explotaría terriblemente, sumergiendo al mismo tiempo a la Iglesia a la Religión.”

 

Pero la Iglesia ocupa un lugar en el mundo y debe mantener relaciones con la sociedad civil.

 

“En cuanto a las relaciones de la Iglesia con las restantes sociedades –prosigue Pío X, analizando los errores de los modernistas – las normas habrían de ser las mismas que regulan las relaciones entre la ciencia y la fe. Como la ciencia y la fe son extrañas la una de la otra, por razón de la diversidad de su objeto, así la Iglesia y el Estado son extraños entre sí por razón de sus fines: espirituales para la Iglesia,  temporales para el estado. El someterse el estado a la Iglesia como señora y reina, fue cosa de otros tiempos, en los cuales se creía que la Iglesia fue instituida directamente por Dios, autor del orden sobrenatural. Pero el progreso de la ciencia no admite ya tales creencias. El Estado debe ser separado de la Iglesia, como el católico debe ser separado del ciudadano.

 

Todo católico, como ciudadano, tiene el derecho de procurar el bien público del modo que crea mejor, sin hacer caso de la autoridad de la Iglesia. Pretender imponer al ciudadano, bajo cualquier pretexto, una línea de conducta, es un abuso de poder eclesiástico que debe rechazarse de modo absoluto.

 

Así pues, igualmente que la fe en lo que respecta a los reconocimientos naturales debe estar sometida a la ciencia, del mismo modo que la Iglesia, en las cosas temporales, debe someterse al estado.”

 

¡Separación, por lo tanto, del estado y de la Iglesia; separación de la conciencia del ciudadano y de la conciencia del católico; la Iglesia fundada por Jesucristo y a la que se prometió al divina asistencia hasta la consumación de los tiempos, debía quedar infeudada al poder del Estado!

 

No es preciso comentar estas utopías del liberalismo, exhumadas por los modernistas con ignorancia y protervia. Concederles beligerancia equivaldría a ignorar la razón humana y a injuriar el buen sentido.

 

Al acercarse al fin de su documento –maravillosa construcción de inexorable lógica- Pío X se detiene brevemente en las reformas que reclaman los modernistas.

 

¿Qué reformas pretendían los modernistas en la Iglesia?

“Querrían  –responde el Papa- ver abolida en los Seminarios la filosofía escolástica; querrían ver la historia enseñada según sus métodos; los dogmas, de acuerdo con el progreso de la ciencia y de la historia: excluidos del catecismo los dogmas que no hayan sido reformados; disminuidos el culto externo; reformado el régimen de la Iglesia según la aspiraciones de la conciencia moderna que tiende a la democracia; afirmada la primicia de las virtudes activas sobre las pasivas propugnada por el americanismo; el clero vuelto a la antigua humildad y pobreza, pero adepto a sus doctrinas; querrían, finalmente, ver suprimido el celibato eclesiástico.”

 

Pretendían, pues, los modernistas un cristianismo completamente laicizado, con la degradación de la dignidad del sacerdocio católico.

 

Enumeradas estas nuevas aberraciones, terminaba así Pío X la primera parte de la encíclica:

 

“Quizá podrá parecer a algunos que nos hemos detenido más de lo necesario en la exposición de la doctrina de los modernistas. Pero era preciso, ya que no se nos haga el reproche de que ignoramos las verdaderas ideas, ya para que se pusiese en claro que no se trata de errores dispersos y desligados, sino de un verdadero y efectivo sistema de errores bien organizado, cuyas partes están tan estrechamente unidas que no se puede admitir una sola sin que puedan dejar de admitirse todas las demás. Por ello, abarcando con una mirada el sistema entero, ¿Quién podrá maravillarse si nos llamamos al modernismo “ el complejo y la síntesis de todas las herejías”? no hay que dudar de que si cualquiera se hubiese tomado el trabajo de recoger todos los errores que a lo largo de los siglos surgieron para combatir la fe y los hubiera concentrado en uno solo, no hubiera podido mejorar cuanto han hecho los modernistas, los cuales, como se ha dicho antes, no socavan solo la religión católica, sino toda religión. Por ello, el racionalismo y la incredulidad les aplauden como a sus mejores auxiliares.”

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