San Pio X “La separación de la Iglesia y el Estado en Francia”

San Pio X “La separación de la Iglesia y el Estado en Francia”

San Pio X

“La separación de la Iglesia y el Estado en Francia”

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“Pío X, fue verdadero salvador de la Iglesia en Francia.”

J.V. Chesnelong, arzobispo de Dens, 3 de junio de 1923.

“Des ces heures si graves pour I’Eglise de France, le courage de Pie X,

A égalé sa vertud ; son génie a ´té á la hauteur de sa sainteté. »

  1. Havard de la Montagne, 1 de Julio de 1930.

 

Tristes Presagios

 

Hacía mucho tiempo que en Francia no se daban aquellas gesta Dei que constituían como el titulo de la nobleza y de la grandeza del caballeresco pueblo de Clodoveo.

 

Una poderosa oligarquía masónica, siguiendo una política tan audaz como desconsiderada, iba realizando una serie de hechos que yugulaban la dignidad y la libertad de la conciencia católica francesa con el propósito de separar, cometiendo uno de los mayores errores políticos, a la Iglesia del Estado.

 

La rápida sucesión, con un ritmo cada vez más crudo y violento, de leyes anticristianas, bajo el Pontificado de León XIII, desde 1880 hasta 1903, es una prueba tan triste como elocuente.

 

El gran Pontífice bajaba al sepulcro el 20 de julio de 1903, con el dolor de no haber podido detener la guerra que en las riberas del Sena se hacía a la Iglesia.

 

Pío X sucedía a León XIII en un momento en que se recrudecían más que nunca los ataques a la libertad de la Iglesia.

 

¿Qué hacer y a quién recurrir?

 

El nuevo Papa buscó un hombre que tuviera autoridad suficiente y que, además, pudiera comprender la gravedad de la situación.

 

Cuatro meses después de su elección al Pontificado, el 23 de diciembre, escribía una carta al presidente de la Republica francesa, en la cual, tras recordar las persecuciones contra las congregaciones religiosas, los ataquen contra el Papa, la suspensión de las asignaciones que según el artículo 14 del Concordato, debían pasarse a los obispos y a los párrocos, la gran cantidad de sedes episcopales vacantes desde hacia tiempo y la inminente amenaza de privar del derecho de enseñanza a las congregaciones religiosas, todo ello con autorización del estado, añadía con profunda amargura:

“con esta larga serie de disposiciones, cada vez más hostiles a la Iglesia, parece que se quiera preparar poco a poco el terreno para llegar, no solamente a la completa separación de la Iglesia y del Estado, sino incluso, si esto fuera posible, a arrancar de Francia la huella del Cristianismo que la hizo famosa en los pasados siglos.”

 

Y para que nadie pudiera dudar de su inconmovible firmeza en defender hasta el fin los sagrados derechos de la Iglesia, seguía diciendo:

“Por Nuestra parte, si por desgracia llegaran a realizarse tales supuestas eventuales, ciertamente que Nuestro corazón, que ama tiernamente a la hija primogénita de la Iglesia, se sentiría profundamente dolorido. Pero, al mismo tiempo, debemos añadir con entera franqueza que la santa Sede,  empujada a tal necesidad, con plena confianza en la vitalidad de la Iglesia, no faltaría a ninguno de los deberes que le fueron impuestos, dejando a los otros la responsabilidad de las consecuencias que pudieran derivarse.”

 

La respuesta llegada al Vaticano dos meses más tarde, reticente, estudiadamente evasiva.

 

Loubet respondía que nadie, como él, deseaba la paz religiosa y el leal cumplimiento del Concordato, pero el Papa se había equivocado al dirigirse a él,  porque “el Presidente debe encerrarse en su irresponsabilidad constitucional en lo que respecta a las medidas de Gobierno y abstenerse de todo acto personal.”

 

Ya no podía caber duda de que el Gobierno francés intentaba romper las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, dejando de reconocer definitivamente aquel Concordato que desde el 15 de julio de 1801 había regulado las relaciones de la Republica con la Iglesia.

 

Ya Combes –el amargo Combes- exaltado por su fanatismo anticlerical al primer plano de la política francesa, el 21 de marzo de 1903, en el discurso del Senado, con elocuente cinismo había proclamado abierta y crudamente:

“Denunciar ahora el Concordato sin haber preparado los ánimos, sin haber aprobado claramente que es el mismo clero quien provoca y hace  inevitable esta denuncia, sería una política equivocada. Yo no digo que  las relaciones entre la Iglesia y el Estado no se rompan un día, ni tampoco digo que este día se halle lejano. Digo solamente que aún no ha llegado el momento.”

 

 

Era preciso, pues, “preparar los ánimos” pero escogiendo el camino más breve: el de la violencia, la mentira y la calumnia.

 

Hablando de libertad, de justicia y de igualdad, era preciso agitar ante las multitudes el espectro de un Papado enemigo de la Republica y de la civilización y repetir en todos los tonos el viejo grito de alarma: “Le cléricalisme! oiá Iénnemi!” era preciso  apoderarse de las conciencias, matando la enseñanza cristiana en las escuelas; imponer a las congregaciones de enseñanza una disciplina de esclavitud y desperdigarlas a los  cuatro vientos, como una turba  molesta. Se necesitaba laicizar el estado en todas las estructuras, imponer una serie de limitaciones vejatorias  a la asistencia a la Iglesia y proclamar, infatigablemente, que el Concordato, no teniendo ya razón de existir, podía considerarse como un viejo documento archivado, como una cosa muerta: era preciso constreñir al pueblo, desorientarlo, aturdirlo y meterle en la cabeza que si un día llegaba a violarse el Concordato, con la consiguiente, separación de la Iglesia y el Estado, había sido el Papa el único responsable.

 

Así era preciso orquestar la “preparación de los ánimos” a la separación de la Iglesia, significaba desmantelar la fuerza moral de los franceses en un momento en el que, mas allá del Rin, a la par que sus cañones, crecían la unidad y la fuerza moral de los alemanes.

 

Pero esto  poco importaba a un Gobierno que por la aspereza de su anticlericalismo había caído ya bajo el signo de la decadencia intelectual.

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