Epilogo sobre: “Del gozo de vivir al gozo de partir.” Tanatología. Eduardo Sánchez.

Epilogo sobre: “Del gozo de vivir al gozo de partir.” Tanatología. Eduardo Sánchez.

V.- EPÍLOGO.

Tanatología.

“Del gozo de vivir al gozo de partir”.
Eduardo Sánchez Rodríguez.


Palabras de agradecimiento de evangeliza fuerte.

El Psicólogo Eduardo Sánchez concluye su obra con este Epilogo, sobriamente describió esa labor loable de los actores que con su papel, cumplen cabalmente con ese proceso de acompañamiento de entre la vida y la muerte, por esa razón, Dios ha hecho al hombre no para vivir aislado sino para crecer juntos y el gozo del vivir, tiene que ser similar con un gozo al partir, al morir. Así se realiza la obra de Jesús en que nos amemos los unos a los otros y la fe se hace palpable en el acompañamiento de los hermanos que sufren, pues ellos nos hacen crecer en amor.

Epilogo.

En términos de reflexión antropológica respecto al morir y duelar, en primer lugar, necesitamos descubrir una verdad fundamental, nuestra propia verdad, es decir, esclarecer nuestra propia respuesta
—sentimientos, ideas, actitudes y conductas— ante el acto más grande de la vida, el morir y trascender el sufrimiento y dolor humano por la pérdida de un ser amado.

El que el acto de morir sea el acto más grande de la vida, no lo es en virtud de sí y por sí mismo, porque lleguemos provocada o naturalmente al límite biológico de nuestra vida y porque encaremos a la muerte con indiferencia o con cualquier otra actitud, sino ante todo, lo es por morir amando y encarar a nuestra muerte con amor, darse y acogerse en esa intimidad amorosa que abre, en nuestra condición personal de murientes, nuestra dimensión de seres finitos a la eternidad.

Sea cual sea la causa de nuestra muerte y de nuestro duelo, aprender a amar, a aliviar y consolar —en sentido evangélico— a todo nuestro sufrimiento humano y espiritual en nuestra experiencia de morir y de duelar sólo lo podemos aprender de Cristo Jesús, quien ha sido, el primer hombre que hizo de su muerte el acto más grande de su propia vida al morir amando hasta el extremo, hasta el final, hasta la “locura de la Cruz” y el único Dios que transcendió el dolor de la muerte con la alegría de su Resurrección.

Amar, aún en el lecho de muerte, es una experiencia que vale
-cualquier pena- la pena vivir. Somos ante todo amor y hechos para amar, pues la acción más radical y coherente es amar como principal conducta de vida. Hay en el seno de nuestra temporalidad, elementos de inmortalidad. Por ello, podemos hacer de nuestra última experiencia de la vida, una experiencia de amor oblativo, en la audacia y libertad de amar, que nos conduce a la inmortalidad.

En segundo lugar, esta experiencia de amor oblativo ha de hacerse mediante una auténtica y comprometida relación interpersonal, de ser a ser, en dicha relación serían de esperarse mayores avances y resultados en el acompañamiento humano y espiritual a los murientes y dolientes, enfermos terminales, duelistas y enlutados, si se revisaran y resolvieran ciertos problemas, necesidades y desafíos propios de la última experiencia de la vida, el morir y duelar.

Somos concebidos en un momento y terminamos en otro, sufrimos
cambios desde la infancia a la vejez, volviendo siempre al mismo punto de partida, al “trabajo de nuevo parto”. Desde ese principio empezamos a envejecer y a morir y con ello cobramos conciencia de nuestra temporalidad, en la que nada hay tan fugaz como nuestra juventud y hasta los más sanos y buenos mueren.

La experiencia de temporalidad que el hombre tiene de sí mismo en la proximidad de la muerte, hace al enfermo terminal y duelistas
concebir el significado espiritual y humano del cambio y del pasar. Es la experiencia de amar y de amor lo que dota y cambia el sentido a la temporalidad humana, del dolor y del sufrimiento humano.

Bajo esta perspectiva, sabemos que envejecemos y morimos presintiendo el fin y una manera de afrontarlo, no sólo por el desgaste y pérdida de nuestra energía vital, aunque lo es sin duda, sino porque tarde que temprano, esta experiencia de vivir nos acerca a la muerte. Sin embargo, el espíritu humano de cada ser personal se manifiesta y revela en la gesta de un final, arduo, parece tener los sudores y dolores de parto, el de nuestra muerte.

Este proceso de vivir muriendo y morir viviendo es un proceso de gestación a una nueva vida en la que no hay edades ni etapas. Nuestro espíritu de humanos principia y acontece en la manifestación de nuestro ser personal, pero su naturaleza no es pasar en su pasar sino crecer en cierta y propia plenitud imperecedera, con participación en aquélla vida que lo es sí misma. Nuestro espíritu no muere ni envejece, no contiene este tipo de muerte que aniquila y desintegra al ser material, vegetal, animal.

En tercer lugar, y el más importante, el acompañamiento espiritual a los murientes y dolientes es más espiritual entre más humano sea el Encuentro del Hombre con Dios en la intimidad del lecho de muerte.
Cada muriente y doliente se enfrenta al fluir de su propia experiencia, llena de luces y sombras, paisajes reales de la vida: crecimientos y regresiones, victorias y derrotas, grandezas y miserias, llanos y duras pendientes, oasis y desiertos…

Si el muriente y doliente, duelista y enlutado, no logra percibir el significado profundo de su carne y el potencial del Espíritu en ella encarnado, difícilmente podrá amar, sino más bien, codiciar, depender y apropiar para sí. En cambio, en la audacia y libertad de amar en la experiencia del duelar y morir oblativos, el amor no contiene dentro de sí su muerte. El verdadero amor no es homicida, ni suicida ni mortal.

Hay ciertos misterios que la Fe convierte en certezas para quien se acerca al fin de su condición humana: nosotros, como murientes y dolientes, podemos encontrar e incorporar en “lo que nos pasa y se pasa” en la última experiencia de la vida, aquello que nunca pasa, sin muerte y sin fin, el Amor, y Dios es Amor.

Lo “que no pasa”, el Amor, y en consecuencia el Amar, lo podemos hallar e incorporar porque en nuestra misma naturaleza —entre lo que principia y termina y nos pasa— hay un quién espiritual y a la vez humano, que nunca pasa, que más bien siempre ha estado cerca y en nuestra busca, alguien que nos sale al Encuentro de la encrucijada del camino y nos acompaña como en la Calzada de Emaús.

Concluyo este trabajo señalando que el acompañamiento humano y espiritual a los murientes y dolientes, tanto en su hogares como en la cama de un hospital debería ser el acto de Amor y de Amar más grande, la respuesta del Hombre de Fe al dolor y al sufrimiento por la enfermedad y muerte, a la luz del morir, duelar –pasionar- y resucitar del Señor Jesús. Asumir el cuidado, atención y acompañamiento de los enfermos terminales y familiares en duelo, implica para nosotros, ministros de la sagrada eucaristía y ministros de la pastoral de la salud y los enfermos, el llenarnos de este Amor y de ese Amar del Señor Jesús, para misionar en el mundo del sufrimiento humano.

* * *

“ …Yo soy el camino, la verdad y la vida…
…Nadie va al Padre sino es por mí…
…el que coma mi cuerpo y beba mi sangre,
aunque muera tendrá vida eterna… ”
(Jn. 14, 8)

REFERENCIAS

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