La expiación de los pecados, experiencia de conversión y rompimiento con el pecado.

La expiación de los pecados, experiencia de conversión y rompimiento con el pecado.

EXPIACIÓN

Es el acto con que el creyente pone  remedio: a) al pecado cometido y a las consecuencias negativas que se derivan de él; b) a la falta de amor, que es raíz del pecado; c) a la división o enemistad que se ha establecido entre Dios y el hombre con el mismo pecado.
La expiación puede realizarla bien el  que ha pecado, bien otro individuo (expiación vicaria), que se compromete voluntariamente con su propia ofrenda amorosa y onerosa a compensar las faltas de otros. La posibilidad de la expiación vicaria se basa en la solidaridad que existe entre el individuo y la comunidad: en virtud de la misma, los méritos y las culpas de los individuos tienen siempre una resonancia comunitaria. El valor expiatorio tanto del culto como de la ofrenda personal se deriva de la justa disposición interior respecto a Dios: el sacrificio de expiación tiene que ser ofrecido con humildad, es decir, con la conciencia de que el perdón de los pecados es siempre fruto del amor de Dios y no la recompensa necesaria y debida por el gesto realizado por el hombre.

El Antiguo Testamento indica en la figura del Siervo de Yahveh el ejemplar del creyente que con su sufrimiento vivido en obediencia a Dios redime y reconcilia a los hermanos. A la luz de esta figura, el Nuevo Testamento comprende la pasión y la muerte de Jesús como sacrificio de expiación que obtiene la salvación del mundo. La comunidad cristiana primitiva, siguiendo la enseñanza del Maestro de Nazaret, afirma que el sacrificio de Jesús es por nuestros pecados (1 Cor 15,3ss); el cuerpo y la sangre de Jesús, confiados a la Iglesia en la eucaristía, se ofrecen «por muchos» (Mc 14,24); y este ofrecimiento, junto con la resurrección de Cristo, se convierte, según la enseñanza de Pablo, en el centro de la economía salvífica y en el fundamento de la justificación. A Cristo Jesús «Dios lo ha hecho, mediante la fe en su muerte, instrumento de perdón» (Rom 3,25). La dignidad  enorme del que se ofreció y el amor ilimitado que lo sostuvo confieren un valor absoluto y definitivo a la expiación de Cristo, como subraya el autor de la carta a los Hebreos: la muerte de Jesús obtiene «una vez para siempre» aquella salvación que las otras víctimas ofrecidas a Dios no habían podido obtener.
La antigua Iglesia, aunque conservó  la convicción de la suficiencia de la expiación de Cristo, recuerda en muchas ocasiones el valor del sacrificio de los mártires, como ofrenda que expía los pecados de los hombres. De esta manera empieza a abrirse camino la convicción de que todos los creyentes, siguiendo las huellas de Cristo, tienen la obligación de participar en la obra de expiación de los pecados propios y ajenos. Unida posteriormente al sacrificio de la penitencia, la expiación viene a configurarse como un sacrificio que hay que cumplir después de haber recibido el perdón de los pecados; adquiere entonces un doble significado: es signo de la conversión y hace posible disminuir o eliminar del todo los castigos consiguientes a los pecados personales. Los actos expiatorios personales tienen valor, sin embargo, sólo en virtud de su relación con la muerte expiatoria de Cristo (DS 1689).
A partir de Francisco de Asís y pasando a través de la experiencia mística de Margarita María de Alacoque y de las enseñanzas de pío XI y pío XII, – la forma la expiación se percibe como de participar el creyente en la pasión de Cristo o, más en general, en el disgusto de un Dios ofendido por causa de los pecados; de esta manera adquiere el significado de un gesto de amor con el que se compensa el no-amor de los pecadores ante un Dios que ama de manera visceral y apasionada a sus propias criaturas.
G. M. Salvati

Bibl.: AA. W , Redención, en DTNT 1V 54 67; K. Rahner, Redención, en SM, Y 758776; L. Sabourin, Redención sacrificial Encuesta exegética, DDB, Bilbao 1969; R. de Vaux, El gran día de la expiación, en Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1962, 636-640: B. Sesboué, Jesucristo, el único mediador, 1, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, 315-350.

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