Tercer principio, sermón de la montaña:”Felices los que lloran, porque el Padre los consolará”:Horacio Bojorje

Tercer principio, sermón de la montaña:”Felices los que lloran, porque el Padre los consolará”:Horacio Bojorje

2 De La figura de María a través de los evangelistas, Paulinas, Buenos Aires. En Internet: hnp://ar.geocities.com/ mariaevangelios/

18) En medio de sus mismas lágrimas, María recibe el con¬suelo divino. La Espada atraviesa su alma, pero abre camino a to¬dos hacia su corazón.

6. El llanto y consuelo de la Iglesia

19) El paso de la aflicción al consuelo caracteriza los en¬cuentros de los discípulos con Jesús resucitado. Así la Magdalena pasa de las lágrimas al gozo: “María estaba llorando fuera, junto al sepulcro… le dice Jesús: Mujer ¿por qué lloras?.. le dice: ‘Ma¬ría’… ella lo reconoce y le dice: Maestro mío” (Juan 20, 11). “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan 20, 20). Y los de Emaús sentían que “estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras” (Lucas 24, 32). Lo que les explicaba Jesús con las Es¬crituras en la mano, era que el Mesías debía padecer todas esas cosas para entrar en su gloria. Es decir, la misma bienaventuran¬za y la misma promesa cumpliéndose, primero, en Jesús.

20) San Pablo da testimonio de la verdad de esta promesa: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nues¬tras tribulaciones” (2 Co 7, 4). “Y ahora me alegro por los pade¬cimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).

Sugerencias para la oración con la tercera Bienaventuranza
“Felices los que lloran, porque el Padre los consolará”

Me pongo en oración y le pido a Jesús que me ilumine acerca de mi estado en relación con la tercera Bienaventuranza. Le pido al Espíritu Santo que me ilumine para comprender cómo la vivió Jesús. Y le pido al Padre que me engendre a imagen y semejanza de su Hijo Jesús, para que pueda vivida como Él la vi¬vió y pueda entrar en el Reino de los Hijos. Que pueda recibir el Consuelo que viene del Padre y que no es otro que su Espíritu Santo. Pueden ayudarme algunas preguntas como las que siguen. Pero recordaré que las Bienaventuranzas no son leyes o manda¬mientos, ni se trata de hacer un examen moral, sino de pedir co¬nocimiento interno de mi estado espiritual de hijo y de motivar¬me para pedir.

El llanto de Jesús. Pido caer en la cuenta del motivo o mo¬tivos del llanto de Jesús. Conviene volver a él y preguntarme: ¿Me he asombrado de tanto amor y desprendimiento del Señor? ¿Le he agradecido? Es saludable, aunque me avergüence, contrastar su testimonio con mi egoísmo y superficialidad. Mediré mi celo apostólico con la medida de su celo por la casa del Padre y por la suerte de su amada ciudad Jerusalén. Su entrega por los demás con las veces que antepongo mi comodidad al bien de los próji¬mos, aunque sienta que debo hacer lo contrario.
“Parece que no nos mueve a pena la multitud de almas que se lleva Satanás” (Santa Teresa de Jesús). ¿Cuánto me mueve y conmueve la gloria del Padre que desea tener su casa llena de hi¬jos y cuánto hago por ayudar al retorno de esos hijos?
¿Qué es preferible: quedarse fuera de su casa, con las ma¬nos llenas de bienes que fenecen a la muerte, o pobres y des¬prendidos, y aun mendigos como Lázaro, entrar lleno de gloria en el cielo? ¿Cuál es mi opción en el apostolado, sin dejar de atender la obra de misericordia: dar pan al hambriento, agua al sediento, vestir al desnudo, visitar al preso, etc.?

¿Cuáles son los motivos de mi llanto? ¿Lloro más por mí que por los demás? ¿Soy de auto compadecerme o me complace que me compadezcan? ¿Me quejo de cansancio, soledad, incompren-siones, calumnias, problemas en el trabajo? ¿Creo que si acepto con amor gozoso de hijo del Padre, lo glorifico? ¿Creo que Él me consolará, deseando que me abandone en sus manos? ¿Enseño esto mismo a los que veo llorar por motivos similares?
¿Cuáles son los males ajenos que más me afligen? ¿Tengo la misma percepción que Jesús de cuáles son los males verdaderos y más graves?
¿Busco al Espíritu Santo y creo que ora en mi interior y que es la fuente de todo consuelo? ¿Sigo en esos u otros momentos sus inspiraciones, o me hago sordo, por comodidad, pereza, fal¬ta de amor, por miedo al riesgo o al qué dirán?
Sea que esté casado, consagrado o soltero, ¿miro confiada¬mente mi propia vida, sabiendo que el Padre colmará mis deseos de integridad, dedicación, entrega, o me abrumo por cuanto en el entorno milita contra mi estado de vida?
¿Soy diligente en poner los medios que de mí dependen para tener esta consolación que el Padre promete o por el con¬trario lento y perezoso, dejo que la granizada de la desolación destruya el sembrado de la gracia divina? ¿Me doy cuenta de que sufren quiebra los “intereses de Jesús” (Flp 2, 21) cuando, por mi descuido, pierdo el consuelo divino para obrar totalmente por su honra y gloria?
¿Pido con insistencia y cuido, cuando el Señor me lo da, el gozo en medio de la tribulación? “Nos dará el ciento por uno en esta vida con tribulaciones” (Mc 10, 30).

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