A la escucha del maestro: curso lectio divina: parte III. El aprendizaje.

A la escucha del maestro: curso lectio divina: parte III. El aprendizaje.

En la Lectio Divina la meditación tiene características propias que la distinguen de aquella otra que es especulación mental. Aquí se acerca más al estilo del pueblo de la Biblia. Israel y los primeros cristianos no eran propiamente un pueblo de filósofos ni de eruditos. Su preocupación era tratar de captar la actualidad de Dios en su caminar., en los sucesos de todos los días, para vivir en sintonía con Él para dar nuevos pasos según su voluntad. Es una actividad lenta y fatigosa. Por eso, Casiano prefería hablar de “rumiar” la Palabra, es decir, de saborearla lentamente.

El Pueblo de la Biblia sabía meditar “atando cabos”, tratando de descubrir cómo se empata una cosa con otra, escrutando el sentido de los acontecimientos, la lógica del actuar de Dios en medio de todo, “la verdad oculta “ como dice Guigo.

También nosotros “atando cabos” podemos ver cómo “esta escritura acabada de oír se ha cumplido hoy” ( Lc. 4,21). La Palabra descubre así su actualidad permanente, comienzan a caer los velos. Por la meditación entramos en comunión con la misma experiencia espiritual del pueblo de Dios de la Biblia y del que aún peregrina en la historia de la Iglesia. También lo hacemos con tantos hermanos que cada día tratan de interpretar su realidad e impulsar su caminar en el Señor a partir de la Palabra de Dios (Ver Act. 17,11).


Para hacer nuestra meditación nos dejamos orientar por la pregunta clave:

¿Qué me (nos) dice el texto?

Para responder “atamos cabos” a dos niveles:

a. La asociamos con la vida.

Así lo hacía María, quien confrontaba el anuncio del ángel con su propia vida (Cfr. Lc. 1,34).

? El primer resultado es un mejor conocimiento de nosotros mismos. Nos vemos a la luz de Dios, con la mirada de Dios. Emerge la historia de nuestras andanzas, de nuestro caminar en dirección de Dios o, tal vez, un poco a contra vía.

? Cuando la palabra dulce se vuelve ácida (Cfr. Ez 3,3) es signo de que se ha aprehendido la Palabra. Es propio de ella ponernos al borde de la crisis porque es espada de doble filo que “escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” y nos deja “desnudos y descubiertos” ante Dios (Heb. 4,12-13).

? En este estar desnudos ante Dios la Palabra nos revela que Dios es mayor que nuestro pobre corazón (Ver 1 Jn. 3,20).

b. La asociamos con otros textos ya conocidos

Se hace como una “colecta” de otros textos bíblicos ya conocidos que agrupamos alrededor de la confesión de fe de la Iglesia. Esto permite que la Palabra se haga aún más viva y más clara.

• Realizamos este ejercicio recordando dos principios: “la unidad de la Sagrada Escritura” y que “la Biblia explica la Biblia”. Estos dos principios son uno consecuencia del otro.

• Hay que tener en cuenta que no se busca la cantidad sino la calidad del alimento.

Así el movimiento de meditación hace que se acorten las distancias: entre la experiencia del Pueblo de Dios y la mía, entre el ayer del texto y el hoy de su mensaje, entre la Palabra y la Vida. Y, por supuesto con el mismo Dios, su Autor, de quien ahora oímos su voz viva y actual por la que se nos da a conocer lo que quiere de nosotros.

Hacemos la experiencia de que “cerca de Ti está la Palabra: en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica” (Dt. 30,40) y de quien “se complace en el Señor, medita su Ley (susurra) día y noche” (Sal. 1,2).

La meditación se puede prolongar a lo largo de toda la jornada dejando así reposar la Palabra en nosotros, oyendo continuamente su “ susurro”, experimentando el efecto del contacto prolongado.

Lo importante es que procuremos dejar todo el tiempo necesario para que la Palabra haga su efecto, para que la semilla crezca “aún cuando no sepamos cómo” (Ver Mc. 4,27).

3. “Llamad orando”
(Tercer movimiento)

La oración brota espontáneamente de la meditación. La Escritura ha sido la nodriza que nos ha llevado de la mano hasta la inmediatez de la Voz de Dios. (Cfr. Jn. 10,4).

Sin duda que ya estamos orando desde el comienzo. En ese espíritu hemos hecho la lectura y la meditación, en esa actitud hemos acogido la acción del Espíritu Santo, inspirador de nuestra Lectio.

Si la meditación se puede comparar a la concepción, la oración se puede comparar al parto. La oración es llevar hacia fuera por medio de los labios el grito de nuestro corazón quemado por la Palabra. Allí explicitamos todo lo que ha surgido en nuestra interioridad. Y “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos cómo pedir para hablar como conviene” (Rom. 8,26). Él hace palabra lo que permanecía como gemido interior. (Rom. 8,23) y orienta nuestro grito hacia el Dios que se reveló en Jesús de Nazaret con Rostro de “Abbá, Padre” (Rom. 8, 15).

Nuestra oración no se encierra en los límites de una relación personal y exclusiva con Dios. Es también la Voz de la creación entera que clama por su liberación para “participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Rom. 8,21). La oración que brota de la Lectio es oración abierta a la realidad eclesial, a la vida del pueblo. Sus gemidos son también los nuestros.

Es como en los Salmos. Ellos siempre tienen a la vista una realidad concreta, oran la Palabra y la Vida. En la Lectio nuestra oración es siempre salmica porque es la respuesta creativa a la pregunta:

¿ Qué me (nos) hace decir el texto?

Como es espontánea y creativa no podemos dar muchas indicaciones, solo destacar que hay cuatro niveles típicos en que se puede vivir esta experiencia:

a. La compunción del corazón

La verificación de nuestra debilidad física, moral e intelectual, puede llevarnos incluso hasta el “bautismo de las lágrimas”, porque nos sentimos desproporcionados ante el inmenso amor de Dios. No somos Dios, somos Adán. Y, como él, sentimos vergüenza pero no nos escondemos. Orígenes decía: “El Señor te aflige con una flecha de amor” (Comentario del Cantar).

b. La Súplica.

Como el ciego Bartimeo clamamos: “Ten compasión de mí” (Mc. 10,47). Cada uno puede recrear y repetir esta oración y comprender cómo Dios lo ama. Tenemos la certeza de que siempre que se nos ha dado el Pan de la Palabra hemos recibido también todo lo que necesitamos para vivir. El Padre no se olvida de nosotros. Pero, una vez más, ante todo hay que pedir el Espíritu Santo. Eso es lo esencial (Lc. 11,13).

.c. El agradecimiento.

Es la afirmación de que Dios se ha hecho mi prójimo. Él es mi amigo. El Señor ha hecho, está haciendo y continuará haciendo maravillas en mí. (Lc. 1,49). Nuestra oración se hace eucarística y será aún más bella cuando la podamos unir a la celebración del Sacramento, haciendo la unidad entre el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía.

c. La entrega.

Es nuestro “amén” a la Palabra de Dios, la aceptación total de su querer sobre nosotros. Como María: “hágase en mí según tu Palabra” (Lc.1,38).

Así , entonces, inspirados por el Espíritu, empezamos a recitar nuestro propio Salmo. Nuestro corazón se ha convertido en Liturgia viviente.

4. “…Os abrirán contemplando”
(Cuarto movimiento):

Es la oración en su más alta calidad, en toda su pureza. No es experiencia estática ni situación paradisíaca, sino el reconocimiento pacífico, manso, de la venida del Señor a nuestra incapacidad, a nuestra pobre humanidad. Es una venida que sana y que restaura.

La hemos vivido poco a poco en el proceso cuando nos deleitábamos en el comprender. Ahora hay un nuevo impulso en el camino oracional. Los místicos han visto aquí el premio de todos sus esfuerzos; gustar los destellos de la gracia, así sea que esta venga apenas como gotas de rocío. Es ese sumergirse en la tremenda simplicidad y dulzura del grandioso Amor de Dios o , como dice san Juan de la Cruz: “estar amando al amado”.

El movimiento contemplativo, prolongado en el tiempo, es lo que permanece de la Lectio. Buscábamos a Dios y Él ha venido con el Don de Su Palabra. Ahora no hay preguntas, solo el gozo del recibir. Hay un poco de luz y nos recreamos en ella. El don de la contemplación es el don de la visión como la que tuvieron los peregrinos de Emaús (Ver Lc. 24, 31) Es una visión en la que nos atrevemos a indicar tres momentos:

a. La contemplación del Señor Crucificado – Resucitado.

La cima de la escala de la Lectio Divina es también la cima del Gólgota. Allí encontramos al Señor tal como se ha querido revelar en la historia. Como en Lucas 23, 48: lo que se aprecia no es un espectáculo teatral sino la tragedia de Dios, una tragedia de amor por la humanidad. Vemos con los ojos de este gran misterio. El contemplativo es aquel que, por inspiración del Espíritu, ve en la Cruz la potencia de la vida, la salvación de Dios.

b. La comprensión de la historia a la luz de su Palabra.

Desde lo alto se ve el conjunto, se aprecia cómo se relaciona lo que a diario vemos sólo fraccionado. Desde la profundidad del misterio se ve la amplitud del plan de Dios. Es como si el Señor nos interpelara con las palabras del Apocalipsis: “ sube acá, que te voy a enseñar….”( 4,1). Desde allí podemos ver vida en el proyecto de Dios: la vida de cada hermano, la vida de nuestro pueblo, lo que estamos llamados a ser como obra de sus manos. Descubrimos también nuestra misión dentro de ese proyecto. Podemos ver, como en una transparencia, la lógica de los acontecimientos . aún de los más desgraciados y confusos – la verdadera dimensión de los problemas y sus posibles soluciones. La contemplación es el don de los ojos nuevos para mirar la realidad. Es la escuela de los profetas.

c. La degustación del sabor de la Resurrección que envuelve la vida.

En el gozo del Espíritu (Ver Gal. 5,22) nos descubrimos como hombres nuevos, como nuevas criaturas. Es el despertar de la conciencia bautismal: nuestra vida es Jesús Crucificado –Resucitado, viviendo dentro de nosotros (Ver Gal. 2,20). Nuestra unión a Él nos dispone a una vida de Amor, a emprender acciones valientes, a asumir la muerte por amor en la espera de la vida.

En este Espíritu entrevemos los signos de resurrección que hay en nosotros y en nuestro pueblo. Y los disfrutamos. Creemos en la victoria, conocemos la solidez de nuestra esperanza, saboreamos un poco “del cielo en la tierra”, como diría sor Isabel de la Trinidad. O como le oímos decir una vez a una mujer sencilla: “el cielo comienza aquí en la tierra cuando nos damos cuenta que los signos de Dios acompañan nuestra vida”.

La contemplación se puede prolongar así sostenida por la más bella de todas las formas de oración: la adoración y la alabanza.

Pero siempre con los pies en la tierra, con un profundo realismo, es como dice Frei Carlos Mesters: “En sueños yo logré contemplar un poco de resurrección. Cuando uno está despierto, no se puede ver ese derroche de resurrección porque siempre se tienen las sombras del sufrimiento y de la lucha. Va a demorar…..”.

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