San Pío X,  En el Cónclave

San Pío X, En el Cónclave

San Pío X

En el Cónclave

San-PioX-Papa

En la mañana del 27 de julio llegaba a Roma el cardenal de la serenísima y se alojaba en el Colegio Lombardo, situado entonces en Prati di Castello.

 

El cardenal no albergaba ninguna duda acerca de su regreso a Venecia. La idea del Papado se hallaba tan alejada de su mente que,  a los bienintencionados pronósticos de sus amigos y conocidos, no contestaba, o bien respondía con una de aquellas bromas familiares que a menudo florecían en sus labios,  siempre abiertos a una tranquila y digna jovialidad.

 

El afecto que le habían demostrado sus buenos venecianos en el momento de su partida de la tranquila ciudad de la Laguna le acrecentaba el deseo de regresar, tan pronto hubiera terminado el Cónclave, para reunirse con su querido pueblo, a quien había prometido volver vivo o muerto.

 

Sus sentimientos se nos revelan aún con mayor claridad en el curioso diálogo que con él sostuvo un cardenal francés.

 

En una de las reuniones preparatorias al Cónclave, el cardenal Lécot, Arzobispo de Burdeos, se halló casualmente junto al patriarca de Venecia. No lo conocía personalmente y, al iniciar la conversación con él, le preguntó en su idioma nativo:

¿De qué diócesis es Arzobispo Vuestra Eminencia?

¡No hablo francés! –respondió, medio en broma, medio en serio, el cardenal Sarto.

¿De dónde viene? –insistió en latín el purpurado de Burdeos.

De Venecia.

¿Es, pues, Vuestra Eminencia el patriarca de Venecia?

¡Ciertamente! –replicó el futuro Pío X.

 

¡Pero si Vuestra Eminencia no habla el francés no puede ser papable, pues el Papa ha de saber hablar la lengua francesa! –añadió el Eminentísimo prelado francés.

 

¡Así es, Eminencia! No soy Papable, Deo gratias!- concluyó tranquilamente el cardenal veneciano, como aliviado de una pesadilla angustiosa y muy  satisfecho de haber encontrado a un cardenal que pensaba como él.

 

Pero los designios de Dios eran muy distintos y estaban ya a punto de manifestarse sobre el cardenal de Venecia, el cual, si bien no sabía hablar francés, tenía sobrada santidad y ciencia para ser el hombre elegido por Dios para regir el destino de su Iglesia e indicar a los hombres los seguros caminos de la verdad y de la salvación.

 

En el llameante crepúsculo del 31 de julio, sesenta y dos purpurados, graves y solemnes, entraban en la Capilla Sixtina, para iniciar el Cónclave bajo la directa inspiración del Espíritu Santo. Ya sabía que el decano del Sacro Colegio era el anciano y resuelto cardenal del Pío IX, Emmo. Oreglia di Santo Stefano, y que el secretario del Cónclave era el distinguidísimo prelado Mons. Merry del Val, Arzobispo de Nicea y presidente de la Academia de los Nobles Eclesiásticos, el cual, bajo el Pontificado de León XIII, había desempeñado a entera satisfacción cargos importantísimos y cuya insigne piedad y profunda cultura eran apreciadas por todos los cardenales.

 

En el rostro del cardenal Sarto se leía grave preocupación: la de dar a la Cátedra de Pedro un digno sucesor, sin soñar ni por un instante que él mismo había de ser el gran elegido y el destinado a llevar la pesadísima cruz de las Llaves Supremas.

 

En el primer escrutinio de la mañana del 1° de agosto tuvo cinco votos, y en el segundo, el de la tarde, diez. Con su inalterable buen humor, se rio de ello y susurró a un Eminentísimo que se hallaba sentado junto a él: “Los cardenales se divierten a costa mía” tanto más cuanto que el cardenal de Rampolla había obtenido veintinueve y todo hacía suponer que los votos en su favor irían en aumento.

 

Pero al día siguiente  las cosas cambiaron.

 

El cardenal Puzyna, obispo de Cracovia, con un gesto tan anacrónico como odioso, en nombre de Su Majestad Apostólica el Emperador de Austria, expresó su veto contra el secretario de Estado León XIII, ignorando que la áulica “exclusiva” de josefinesca memoria debía dar a los  acontecimientos el curso preparado por la Providencia Divina.

 

El decano del Sacro Colegio, el Emmo. Oreglia, se levantó inmediatamente y protestó con orgullosos acento contra el odioso servilismo a una potencia laica, absolutamente extraña al Cónclave, la cual había querido atar las manos al Colegio en la elección del Sacro Pontífice, declarando, al mismo tiempo,  que ninguno de los cardenales tomaría en consideración, en modo alguno, un veto que, ante su conciencia, carecía en absoluto de toda validez.

 

No menos alta ni solemne se elevó la protesta del Emmo. Rampolla, el cual, alzándose con  toda la grandeza de su conciencia, superior a todos los avatares humanos, dijo:

-Deploro vivamente la gravedad del ultraje inferido por una potencia laica a la libertad de la Iglesia y a la dignidad del Sacro Colegio, y protesto enérgicamente. En cuanto a mi humilde persona, declaro que nada más honroso y más grato podía ocurrirme.

Terminando el incidente de la intolerable pretensión del “veto”, del cual no podía sentirse orgulloso el purpurado de Cracovia, ni mucho menos el Emperador Apostólico, el Emmo. Rampolla, en la primera sesión del 2 de agosto conservaba los veintinueve votos obtenidos la tarde anterior y llegaba a treinta la tarde del mismo día, mientras el cardenal de Venecia, de los diez votos pasaba a veintiuno en la mañana y, por la tarde, a veinticuatro.

“Soy indigno… Olvidadme”

 

Nuestro santo, viendo que aumentaban los votos en favor suyo, se sintió presa del pánico y, para alejar  de si la tremenda responsabilidad del Sumo Pontificado, empezó a suplicar y a conjurar a los Eminentísimos cardenales que desistieran de su intento, declarando abiertamente, con irreductible firmeza, que nunca y bajo ningún concepto, podría aceptar el Pontificado y diciendo finalmente, con lágrimas en los ojos: “Soy indigno, soy incapaz. ¡Olvidadme!”

 

El 3 de agosto, en el primer escrutinio, los votos del cardenal Sarto subían a veintisiete: los del cardenal Rampolla descendían a veinticuatro.

 

El Cónclave no podía tener ya más que un significado: el patriarca de la Laguna era el candidato elegido por los cardenales.

 

El Sacro Colegio no esperaba sino que él se decidiese a aceptar. Pero el futuro Pío X no quería saber nada de ello y a los vivos y apremiantes requerimientos que los más eminentes purpurados le hacían para que cediese a la voluntad del Sacro Colegio, respondía siempre: “Dejadme volver con mis venecianos, que me están aguardando.”

 

Siguieron momentos de conmovedor dramatismo cuando, en largos coloquios de eficaz  elocuencia, algunos de los más conspicuos purpurados pusieron manos a la obra en el intenso de disuadir al humilde cardenal de Venecia de su firme propósito de rehusar el Papado, demostrándole que debía someterse a la voluntad de Dios, la cual se manifestaba a través del voto casi unánime de los Eminentísimos Padres.

 

-vuelva, pues, a Venecia si éste es su deseo- le dijo el cardenal Ferrari- ¡Pero lo hará con el alma lacerada por el remordimiento que le perseguirá hasta la muerte!

 

-la responsabilidad del Papado es demasiado grande- replicó el cardenal veneciano con la angustia en el corazón.

 

-¡Recuerde que más grande es la responsabilidad que contrae al rehusarlo! –contestó el Emmo. Ferrari.

 

-Soy muy viejo; moriré pronto- respondió Emmo. Sarto.

 

-¡Aplíquese la frase de Caifás: “Es mejor que muera uno por la salvación de todos”! –concluyó el Arzobispo de Milán. Al cardenal Ferrari se unió el Emmo. Satolli, el cual concluyó una enérgica exhortación, diciendo:

 

-¡Acepte: debe aceptar! ¡Lo quiere Dios, lo pide el Supremo Senado de la Iglesia, lo exige el bien de la Cristiandad!

 

El patriarca de Venecia no contestó. Elevó a lo alto los ojos humedecidos por las lágrimas, y, midiendo en su conmovedora humildad la grandeza de su sacrificio, en la certidumbre de la asistencia milagrosa de Cristo, aceptó la paternidad universal, exclamando: “Hágase la voluntad de Dios.”

 

¡En el escrutinio de la tarde su nombre alcanzaba treinta y cinco votos!

 

“Era ya indudable que a la mañana siguiente sería elegido Papa por gran mayoría de votos.”

 

¡Misteriosa coincidencia!

 

¡Pocos momentos antes, su conclavista había visto posarse sobre una ventana del departamento que él ocupaba una paloma blanca!

 

“¡Tu Es Petrus!”

Cuando en la calurosa mañana del 4 de agosto el cardenal Sarto después en el recoleto esplendor de la Capilla Sixtina, su rostro era irreconocible: tenía en los ojos lágrimas de agonía.

 

Tuvo cincuenta votos: ocho más de los dos tercios requeridos para la elección.

 

Pálido, lloroso, con los labios agitados por el temblor de la plegaria, el humildísimo cardenal inclinaba la frente pensativa bajo el peso tremendo de la Tiara Papal, murmurando con el sollozo en el corazón:

-Si no es posible que este cáliz pase sobre mí, hágase la voluntad de Dios. ¡Acepto el Pontificado como una cruz!

 

-¿Con qué nombre queréis ser llamado? –le preguntó según el ritual el cardenal decano.

 

Como absorto en profundos pensamientos, respondió:

-Puesto que los Papas que más han sufrido por la Iglesia en este siglo llevaron el nombre de Pío, tomaré este nombre. Estaba tan conmovido que “parecía un condenado a muerte”, afirman los que lo vieron en aquel momento.

 

Y así el cardenal José Sarto, nacido del humilde pueblo, de una obscura aldea trevisana, subía al trono más excelso del universo con un nombre lleno de dulzura y suavidad: el de Pío X.

 

El hijo del pobre alguacil de Riese, el niño que con un pedazo de pan recorría kilómetros de carretera para ir a la escuela, había llegado a ser el Sucesor de Pedro, el Jefe Supremo de la Iglesia universal, el 259° Vicario de Cristo, mientras la Tiara de la triple corona se transformaba para él como en la fatídica aureola de un místico martirio y las blancas vestiduras papales le parecían un sacro sudario.

 

La hora de su calvario había sonado. Pero bajo el cielo augusto de Roma, tan cargado de historia, se encendían luces alborozadas. Se encendía el ignis ardens de las populares y simbólicas profecías.

 

Era el 4 de agosto de 1903.

 

El gran reloj de la Basílica Vaticana señalaba las 11:45 en punto. En aquel mismo momento, en un tranquilo rincón de Véneto, ocurría un hecho que conmovió e impresionó.

 

En Crespano del Grappa, en el Instituto de las Hermanas de María Niña, donde el cardenal Sarto hacía de vez en cuando algunas breves visitas, se vio hacia mediodía una extraordinaria multitud de golondrinas que entraban y salían, chillando alegremente, de las habitaciones que  él solía ocupar.

 

“El hecho pareció tan maravillosos –afirmaba un testigo que está fuera de toda sospecha – que fue inmediatamente advertido no sólo por las Hermanas, sino también por la población de los alrededores, que acudió y se preguntaba estupefacta que podía significar tan inusitado fenómeno. Las Hermanas y el pueblo lo supieron pocos instantes después, cuando llegó la inesperada noticia de la elección del cardenal Sarto como Sumo Pontífice.”

 

Al día siguiente sintió la necesidad de desahogar toda la pena de su humilde corazón, y, tomando la pluma, escribió al obispo de Padua, Mons. José Callegari- que había sido su obispo en Treviso- estas pocas líneas que son las más autenticas expresión de su alma, reacia aún y llorosa ante la suprema gloria que él nunca deseó y que nunca, en manera alguna, buscó:

 

“Excelencia Reverendísima:

Aún no repuesto del espanto por la tremenda cruz que me oprime, siento la necesidad de enviar al amigo queridísimo un afectuoso saludo.

¡Cuán grato me sería volver a verle para derramar en su corazón la pena del mío! Pero no tengo el valor de decirle: venga a Roma. Regando con lágrimas esta primera carta que escribo desde el Calvario en el que me ha querido el Señor, con un beso afectuosísimo, envío a usted y a sus diocesanos y a todos  sus allegados la Bendición Apostólica.

En el Vaticano, a 5 de agosto de 1903.

Suyo obligadísimo y afectísimo en Jesucristo.

Pío PP. X.”

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