San Pío X, Vida La enseñanza del Catecismo

San Pío X, Vida La enseñanza del Catecismo

San Pío X, Vida

La enseñanza del Catecismo

A quien visita la Ciudad del Vaticano, en el patio de San Dámaso o en el de la Pigna, se le enseña el pinto donde Pío X explicaba el Evangelio y el Catecismo al pueblo de Roma.

Es un recuerdo que evoca los tiempos en que el Divino Maestro explicaba a las turbas de Palestina la Palabra de Dios.

El Papa, en casi medio siglo de experiencia pastoral, se había dado cuenta de que el mundo necesitaba conocer las verdades fundamentales de la fe, que la ciencia, con sus sofismas y pasiones humanas y con sus extravíos, había dejado en olvido. Por esto, persuadido de que “en donde más dominaba la ignorancia, es donde más estragos hace la incredulidad” revelando una vez más sus vehementes ansisas por la salvación de las almas el 15 de abril de 1905, repitiendo los avisos contenidos en sus cartas pastorales y las deliberaciones de sus Sínodos de Mantua y Venecia, con la encíclica “Acerbo nimis” exhortaba al clero, especialmente a los párrocos, a promover con toda pasión y constancia la enseñanza del Catecismo.

En las primeras líneas de la encíclica, se advierte ya la amargura de su corazón al comprobar la ignorancia de tantos cristianos en las cosas de la fe.

“Es difícil explicar –así lo decía- en cuan densísimas tinieblas se hallan envueltos tantos hombres que se creen cristianos y en esta creencia viven tranquilos. No hay  en ellos ningún pensamiento para Dios. Los Misterios de la Encarnación del Verbo de Dios y de la Redención del género humano realizada por Jesucristo son cosas desconocidas para ellos. Nada saben acerca del Sacrificio de la Misa, ni de los sacramentos por los cuales se adquiere y se conserva la gracia de Dios, y no valoran cuanta malicia se contiene en el pecado mortal. Por eso, no se afanan ni en evitarlo ni en deplorarlo y solo se enteran de algo cuando ya están llegando al termino de su vida.”

De ahí el urgente y gravísimo deber de los pastores de anteponer la enseñanza del Catecismo a todo otro empeño.

Que nadie diga, pues, que siendo la fe un don gratuitito de Dios, concedido por el Bautismo al alma, no nos es necesaria la instrucción para que aquella se desarrolle y se conserve!

“Sin duda – aduce el Santo Pontífice- todos nosotros, que hemos sido bautizados en Jesucristo, hemos recibido el germen de la fe; pero, esta semilla divina no se convierte en planta floreciente si se abandona sola a su virtud nativa. Es cierto que por el nacimiento el hombre se halla dotado de la facultad de entender; pero esta facultad tiene necesidad todavía de las palabras de la madre para pasar, como se dice al hecho, No sucede, pues, de otra manera en el cristiano. Renaciendo por “el agua y el Espíritu Santo” el lleva en si el germen de la fe; pero para que este germen crezca y de frutos, es menester la enseñanza de la Iglesia.”

Movido por estas consideraciones, Pío X pasa a dictar las normas para poner en práctica su encíclica, las cuales podrían llamarse el “Códice de la Doctrina Cristiana” y que nosotros resumiremos así:

Todos los domingos y fiestas del año –sin exceptuar ninguna-, por espacio de una hora entera, los párrocos explicaran la Doctrina a los niños.

A la Confirmación y Primera Comunión precederá una explicación particular de la Doctrina Cristiana.

En todas las parroquias institúyase canónicamente la Cofradía de la Doctrina Cristiana, y en aquellas parroquias en que el número de sacerdotes sea escaso, se recurrirá a la ayuda de catequesis seglares.

En las grandes ciudades, sedes de Universidades o de institutos  o Colegios,  para los estudiantes que las frecuenten, se procederá a la fundación de Escuelas de Religión, encaminadas a la enseñanza de las verdades de la fe y a la formación de la vida cristiana.

Deberá darse también a los adultos  una lección de Catecismo cada domingo y día festivo, distinta de la explicación del Evangelio, que no deberá faltar nunca.

La enseñanza del Catecismo había sido siempre una de las más graves y continuas preocupaciones de Pío X. la razón se explica fácilmente si se tiene en cuenta que en su tiempo la incredulidad devastaba la cultura, fomentando en las clases elevadas  y en el pueblo la ignorancia religiosa, mientras en las escuelas se había suprimido la enseñanza religiosa, mientras en las escuelas se había suprimido la enseñanza religiosa y las espantosas corrientes heréticas amenazaban  dejar en cuadro el místico campo de la Iglesia.

Por eso no hubo que extrañarse si el 26 de marzo de 1910, con motivo de III Centenario de la Canonización de San Carlos Borromeo, volvió a recordar al clero el deber de instruir al pueblo en las verdades de la fe y si para asegurar a la enseñanza del Catecismo una uniformidad de dirección, tal como la había deseado desde su obispado de Mantua, prescribió en las diócesis de la provincia eclesiástica de Roma un texto único del mismo, con el deseo de que fuera adoptado en todas las diócesis  de Italia, en la esperanza de que salieran por todas partes – como él se expresaba- “almas valerosas dispuestas a colaborar con los párrocos, maestros y padres, en una misión tan necesaria como noble y fecunda.”

Pío X, había resuelto un grave problema. Las diócesis, encendidas por el ardor de su palabra, respondieron prontamente a porfía: con un nuevo empuje surgieron por todas partes escuelas catequísticas, se celebraron por doquier congresos catequísticos y en la prensa, en las asambleas y en las discusiones volvió a airearse la candente cuestión de la enseñanza del Catecismo en las escuelas públicas. Fue aquella una lucha temeraria, casi desesperada, dado el poder del enemigo, que, oculto en la masonería influyente en la alta burocracia, cerraba el camino a la enseñanza religiosa en los centros docentes, organizando por doquier a las gentes en contra de la Iglesia y de los sacerdotes. Mas la victoria no tardo en coronar aquella lucha áspera y difícil.

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