Casi al final del año sacerdotal:Homilía S.E.R Mons. Christophe Pierre, durante la celebración Eucarística con Sacerdotes y Seminaristas.

Casi al final del año sacerdotal:Homilía S.E.R Mons. Christophe Pierre, durante la celebración Eucarística con Sacerdotes y Seminaristas.

Homilía S.E.R Mons. Christophe Pierre, durante la celebración Eucarística con Sacerdotes y Seminaristas en su visita a la Arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez

Muy queridos hermanos en Cristo Jesús.

A lo largo del Año Sacerdotal que está por concluir hemos podido probar con particular claridad la verdad de la enseñanza del Apóstol San Pablo: “Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se vea que este poder extraordinario no procede de nosotros sino de Dios” (2Cor 4,7).

Constatamos una y otra vez, en efecto, que el carácter y la potestad conferidos con el orden sagrado no nos convierten en semi ángeles, sino que, sobre la base de nuestra realidad humana, nos transforman en ministros portadores de gracia más allá de la santidad y de los méritos personales. El carácter sacerdotal jamás podrá perderse, por el contrario, se mantendrá indeleble como señal de alerta que llama sin cesar a la santidad. Lo que sí puede aumentar o disminuir y hasta perderse, es la gracia recibida. Por ello, desde nuestra realidad de arcilla y, al mismo tiempo, desde la grandeza del don del sacerdocio, conviene recordar siempre la exhortación del Apóstol a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos” (2Tim 1, 6).

Nos acercamos, queridos hermanos, a la conclusión del Año Sacerdotal convocado por el Santo Padre con motivo del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney. El humilde párroco de Ars que hoy es patrono de todos los sacerdotes del mundo, no precisamente por haber escrito grandes tratados ó sumas teológicas, pues en realidad fatigó por salir adelante en sus estudios. Su resonancia se deriva más bien de la capacidad que tuvo para vivir su identidad sacerdotal con una sencillez, coherencia y transparencia que lo condujo a gastar su vida en la íntima y constante conversación con Jesús en la oración, haciendo de Dios y de las almas lo prioritario de su corazón sacerdotal; anunciando la verdad del evangelio desde la humildad y el testimonio de su vida; visitando a los enfermos ofreciéndoles la vida y la esperanza; abriendo heroicamente su disponibilidad para acoger a los pecadores en la confesión y para abrazarlos con la misericordia ilimitada del Padre; celebrando con profunda devoción la santa misa, los bautismos, los matrimonios, la unción de los enfermos; proclamando el kerigma, ofreciendo catequesis y formación a todos, caminando “codo a codo” con el pueblo que se le había confiado. Y todo, para dar los hombres a Dios y Dios a los hombres.

Cuántas veces, queridos hermanos, en mis visitas pastorales a las circunscripciones eclesiásticas en México, y ya antes, en los diversos países a los que la Providencia me ha llevado, he tenido la dicha de encontrar sacerdotes  que de alguna manera se esfuerzan por imitar al Cura de Ars; sacerdotes llenos de ilusión y dinamismo; sacerdotes deseosos de entregar su vida a Dios sirviendo a los hermanos; sacerdotes que han aprendido y gustado la experiencia de estar sin prisas con Jesús en la oración, en la contemplación y en la acción; sacerdotes que estudian y proclaman la Palabra meditada y asumida, para conducir a los hermanos al Señor; sacerdotes que desde la comunión vivida dan testimonio de amor y de obediencia a la Iglesia de la que aprehenden sus enseñanzas; sacerdotes que dispuestos y disponibles para lo que Dios y la Iglesia precisen de ellos.

¡Qué alentador resulta contemplar en la mirada ilusionada de un joven sacerdote ó en la sonrisa gastada del anciano, la alegría que proclama esperanza y gusto por la vida que se ofrece en el amor al Señor y a los hermanos!

Esperanza y alegría que todo sacerdote de hoy y de mañana está llamado a testimoniar, a manifestar, a trasmitir a todos, especialmente a las nuevas generaciones de jóvenes que, sintiendo la llamada interior del Señor a seguirlo en el ministerio, son acogidos en los seminarios; en estos espacios concebidos como “continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús” (PDV 60), y como “comunidad eclesial educativa” (PDV 61), que logran ser tales en la medida en que las mejores fuerzas de la iglesia particular logran conjugarse armónicamente con las intenciones profundas de Cristo al instituir el sacerdocio ministerial y con los desafíos y oportunidades que la cultura contemporánea nos ofrecen.

La formación de la persona es un arte, y con mayor razón el de la formación del futuro sacerdote. El arte de lograr que el llamado crezca desde dentro en tensión hacia el ideal, a través de un acompañamiento atento y constante, para que se vaya fraguando en él la personalidad del sacerdote de Cristo.

Sí, se trata de una tarea desafiante y difícil y al mismo tiempo apasionante. La formación al sacerdocio, la identificación con Cristo Sacerdote es tarea que sobrepasa y trasciende las capacidades y las habilidades humanas, a tal grado, que si no se contara con la inigualable ayuda del Espíritu Santo, quedaría totalmente truncada. El Espíritu Santo es, en efecto, el guía y artífice de la santificación del alma y quien con las virtudes y los dones sobrenaturales va transformando a la persona en la medida en que ésta se abre a su presencia y a su acción, santificándolo y formándolo simultáneamente.

Así, el Espíritu Santo es el primer protagonista en la labor formativa del futuro sacerdote. Sin embargo, respetando la libertad humana, Él pide del hombre una colaboración consciente, activa y constante que en el sujeto se hace manifiesta mediante el ejercicio de las virtudes que preparan y acompañan la recepción de sus dones. En consecuencia, no habrá formación válida sin la colaboración responsable de los demás, en particular, del formando y del formador.

El formando, es decir, el seminarista, es, en efecto, en unión al Espíritu Santo, el primer co-protagonista de la formación. Más aún, él es el primer responsable: Porque, ¿no es él, acaso, quien ha sido llamado por Dios al sacerdocio, y quien ha decidido libremente darle su respuesta?, ¿no es él quien un día será consagrado sacerdote y quien hará fructificar su ministerio en proporción a la formación adquirida y al grado de unión con Cristo asimilado estando perseverantemente con Él?

El seminarista, por tanto, debe estar siempre consciente de que nadie “lo formará” desde fuera; que si entra al seminario no es para “ser formado”, sino para “formarse”, ante todo, asumiendo una actitud de total colaboración con el Espíritu Santo, dejándolo actuar sin poner obstáculos, y sí, por el contrario, favoreciendo su acción con el hábito de una asidua vida de oración, de silencio interior, de atención a sus inspiraciones, de sinceridad en sus respuestas, de apertura y transparencia.

Pero, como es obvio, en cualquier campo la formación de la persona requiere de la colaboración también de otras personas. De alguien con experiencia, que señale el camino, aconseje, apoye y acompañe; es decir, se necesita del formador, que en el campo eclesial, debe ser alguien consciente de la importancia que su misión tiene para la Iglesia y para la sociedad, y de la trascendencia de su servicio destinado a dejar profunda huella y a prolongarse en la vida y en el ministerio del futuro sacerdote.

La tarea formativa del formador, por ello, es fundamental, aún cuando él no sea el principal responsable. El formador es siempre un colaborador, ante todo del Espíritu Santo, a quien, en consecuencia debe abrirse siempre, particularmente en la oración, desde donde podrá obtener la necesaria docilidad y luz, la fidelidad y fuerza para la tarea.

El formador debe saber que es colaborador del Espíritu, pero, también, que es colaborador de la Iglesia y del mismo formando. El formador no “forma”, pero sí “ayuda a formarse”: exigiendo y motivando; guiando e iluminando; diseñando y proponiendo. Es decir, colabora eficaz y dinámicamente para lograr que el formando asuma consciente y verdaderamente su tarea-vocación en profundidad, trabajando personal y responsablemente en su formación desde la docilidad al Espíritu Santo y a las orientaciones de los específicos formadores.

La responsabilidad en la formación de los futuros sacerdotes, sin embargo, no queda ahí, porque si bien es cierto que el Espíritu Santo, el formando y los formadores son los principales actores en esta tarea, ellos no son los únicos: lo son también los diversos miembros de toda la comunidad eclesial.

En primer lugar el obispo a quien toca establecer los programas formativos de su seminario, escoger con cuidado a los formadores, orientar y corregir su labor educativa, participar personal y activamente, alentando y motivando, en la vida del seminario, aprobar a los candidatos para las órdenes sagradas y finalmente, consagrarlos con sus manos.

Responsables son también los sacerdotes de la diócesis, en quienes los seminaristas deben ver a los hermanos mayores que saben brindarles su apoyo, sobre todo, al ofrecerles un testimonio sacerdotal genuino y lúcido y al orar por ellos.

Responsables son, en fin, todos los demás fieles, quienes deberían sentir el seminario como algo muy propio, preocupándose por conocer sus logros y necesidades e incluso a los seminaristas, ofreciéndoles su ayuda, testimonio y oración y sintiéndolos como parte fundamental de su misma vida cristiana.

Queridos sacerdotes de la Arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez: amen mucho su seminario; trabajen mucho por él. Colaboren con denuedo para que la voz de Dios que sigue llamando a nuestros jóvenes encuentre en su testimonio de vida sacerdotal la mejor “tarjeta de presentación”. Y, gracias, muchas gracias a todos aquellos que ya, desde siempre, confirman nuestro optimismo y esperanza con su vida de entrega cotidiana nunca ignorada o desapercibida a los ojos del Señor.

A ustedes, a todos los sacerdotes y seminaristas los invito muy de corazón a que cada día y a lo largo de toda su vida, pongan en sus labios esta sencilla oración: ¡Señor, haz que seamos sacerdotes santos! Plegaria que quisiera pudiera hacer suya todo el pueblo de Dios para pedir constantemente: ¡Oh, Jesús. Pastor eterno de las almas…, danos sacerdotes santos…, danos sacerdotes según tu Corazón! Sacerdotes que anhelen tener siempre su oído orante sobre el Corazón del Maestro, sus manos bendiciendo a los hermanos y sus pies recorriendo el mundo y la historia con la mirada puesta en la vida eterna. De estos sacerdotes necesita la Iglesia y necesita el mundo. Es este el sacerdote que debemos ser día a día, minuto a minuto, a lo largo de toda nuestra vida.

Acogiendo en sus corazones la preocupación de San Pablo, que dirigiéndose a los Gálatas les decía: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en ustedes» (Gal 4,19), siéntanse personalmente comprometidos de la maduración y formación integral propia y de los jóvenes seminaristas que el Señor y la Iglesia ha puesto también bajo su responsabilidad. En la tarea y a lo largo del camino nos sostiene la esperanza y nos alienta la fraternidad eclesial que se ahonda en la Eucaristía y en la perseverante oración.

Con María y por intercesión de María, imploro para todos y todas ustedes, queridos hermanos y hermanas, la abundancia de los dones del Espíritu Santo.

Amén.

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