San Ezequiel, 15 de abril. Santoral.

San Ezequiel, 15 de abril. Santoral.

San Ezequiel
Profeta

Ezequiel significa: “Dios es fuerte, que recibe la fuerza de Dios”, es de origen Hebreo.

Profeta del A.T.
Conmemoración de San Ezequiel, profeta, hijo del sacerdote Buzi, que elegido durante la visión de la gloria de Dios que tuvo en su exilio en el país de los caldeos, y puesto como atalaya para vigilar a la casa de Israel, censuró por su infidelidad al pueblo elegido y previó que la ciudad santa de Jerusalén sería destruida y su pueblo deportado. Estando en medio de los cautivos, alentó a éstos a tener esperanza y les profetizó que sus huesos áridos resucitarían y tendrían nueva vida.

Fue el profeta encargado por Dios para animar al pueblo cuando los israelitas fueron llevados cautivos a Babilonia.

Durante 22 años predicó al pueblo de Israel en el desierto. Dios le avisó que muchos no le iban a hacer caso: “No querrán hacerte caso a ti porque tampoco quisieron hacerme caso a Mí, porque tienen cabeza orgullosa y corazón terco. Pero no les tengas miedo, pues yo te doy una voluntad aún más fuerte que la de ellos y tan dura como el diamante”, dijo el Señor.

Dos etapas enmarcan su acción profética:

La primera es antes de la destrucción de Jerusalén por los caldeos (598 a. C.). Aquí el hombre de Dios se encuentra con un pueblo ranciamente orgulloso y lleno de falso optimismo, fruto de la presunción. “¿Cómo va Dios a abandonarnos? ¡Están las Promesas! Es imposible una catástrofe total”. Así razonaban ante los requerimientos del profeta.

Al principio Ezequiel predicó en Jerusalén, avisando a las gentes que si no dejaban su vida de pecado vendrían terribles castigos y la destrucción de la ciudad.

Es una época dificultosa para el pueblo de Israel. En Jerusalén reina Joaquín, hijo del piadoso rey Josías que murió en la batalla de Megiddo (609 a. C.). En un primer momento, Joaquín intenta halagar al coloso babilónico, pero termina uniéndose en coalición con pequeñas potencias contra Nabucodonosor. Jeremías ya dio la voz de alerta, sugiriendo la sumisión, pero el orgullo de los elegidos la hizo imposible. En 598 los babilonios ponen cerco a Jerusalén y capitula Judá. Su precio es la deportación de gran parte de la población, entre ellos el rey Jeconías, hijo de Joaquín que murió durante el asedio. Con los deportados va también el joven Ezequiel que será el profeta del exilio.

La segunda fase de su profecía se desarrolla una vez consumada la catástrofe. Ahora ha de levantar los ánimos oprimidos; debe dar esperanzas luminosas sobre un porvenir mejor.

En el desierto este gran profeta mantiene viva la fe de los deportados y los anima constantemente a confiar en Dios. Les enseña que este castigo no significa que Dios los haya abandonado, sino que los quiere purificar y volver mejores.

Y esto lo hace Ezequiel empleando un estilo que no tiene nada que ver con el de los profetas preexílicos Amós, Oseas, Isaías y Jeremías; no goza de su sencillez y frescor. Ezequiel pertenece a la clase sacerdotal, está cabalgando entre dos épocas y se aproxima a la literatura apocalíptica del judaísmo tardío. Frecuentemente su mensaje viene expresado con el simbolismo de las visiones y también con el simbolismo de su propia existencia.

Dios le habló a Ezequiel por medio de visiones muy misteriosas. Junto al río Quebar se le aparece el Señor en un carro de fuego llevado por cuatro seres vivientes los cuales tenían forma de león, de toro, de águila y de hombre (el león significaba valor, el toro, la fuerza, el águila, la elevación hasta muy alto, y el hombre, la inteligencia). Esto significaba que toda la creación representada por los cuatro seres, le servirá y le obedecerá al Creador.

Dios también le presentó en visión un campo lleno de esqueletos. Le mandó darles una bendición, y los esqueletos se llenaron de carne. Le ordenó darles otra bendición y los cuerpos adquirieron vida y resucitaron. Y Dios le dijo: “Esto es lo que voy a hacer con mi pueblo. Ahora están como muertos y desamparados, pero yo les daré nueva vida y los llenaré de bendiciones”.

En otra visión Ezequiel contempló que una carroza bellísima donde viajaba la gloria de Dios se alejaba de Jerusalén y se dirigía hacia Babilonia. Con esto el Señor le anunciaba que iba a abandonar por un tiempo a esta famosa ciudad y así sucedió. Unos años después Jerusalén fue destruida. Más tarde vio el profeta que la carroza con la gloria de Dios volvía otra vez a Jerusalén. Con esto se le anunciaba que la ciudad santa iba a ser reedificada otra vez y allí se le seguiría dando gloria a Dios. Y así sucedió. El pueblo desterrado volvió a Tierra Santa y en Jerusalén se volvió a construir el templo y a darle allí gloria al Señor.

A Ezequiel se le murió la esposa y Dios le dijo: “No llores ni lleves luto, porque con esto les quiero avisar que cuando les destruyan la ciudad no les van a dar tiempo para dedicarse a lamentaciones”. Todo sucedió de esa manera.

Un día le dijo Dios: “Échate al hombro el bulto con toda tu ropa y tus utensilios de trabajo y sal por la ciudad como quien viaja para el destierro. Y si alguno te pregunta qué significa eso, les dirás que eso es lo que a ellos les va a suceder si siguen pecando: tendrán que irse al destierro con sus ropas y sus utensilios al hombro”. Todo sucedió después, tal cual como Dios se lo había anunciado.

En una visión le dijo el Señor: “Le voy a mostrar cómo será en el futuro la religión verdadera de mi pueblo”. Y le mostró un río pequeño. El agua apenas llegaba hasta las rodillas y se podía atravesar fácilmente hasta el otro lado. Luego el río creció y el agua ya llegaba hasta la cintura. El río siguió creciendo y ya el agua llegaba hasta el cuello y era difícil atravesarlo. Al fin el río creció tan inmensamente que no se podía atravesar. Y sus aguas refrescantes regaron todos los campos de las orillas los cuales se llenaron de árboles llenos de muy buenos frutos y llegaron las aguas al Mar Muerto (que es super salado y espeso y no tiene vida de ninguna clase) y cambiaron aquellas aguas y las volvieron muy aptas para la vida, y se llenaron de peces. Y Dios le explicó que este iba a ser el futuro de la Santa Religión: iría creciendo poco a poco hasta regar el mundo entero y llenar todas las regiones de frutos de buenas obras y convertir aquello que antes era maldad y daño, en algo provechoso y lleno de bondad. Y así ha sucedido, gracias a Dios. La religión crece cada día más y más, y sus frutos de virtudes y de obras buenas, son maravillosos. Y muchos ambientes que eran como el Mar Muerto se volvieron llenos de vida espiritual, gracias a la religión.

Las gentes decían desanimadas: “Nuestros antepasados fueron los que cometieron las maldades y ahora somos nosotros los que las tenemos que pagar”. Pero Dios le dijo a Ezequiel: “No es así como dicen. Cada uno paga por sus propias maldades”. Y le añadió una noticia muy importante: “Si uno que era malo se vuelve bueno se olvidarán sus antiguas maldades y se le premiará por la vida virtuosa que empieza a vivir. Pero si uno que era bueno se vuelve malo, se olvidará lo bueno que hizo antes y se le castigará por sus maldades”.

Fue la vida profética de Ezequiel un período de veinte años (593-573) de amplia actividad para salvar las esperanzas mesiánicas de sus compañeros de infortunio, al derrumbarse la monarquía israelita.

Quizá hoy en la Iglesia convenga también un nuevo tipo religioso que, surgido en horas de aturdimiento y desaliento general, sea instrumento de Dios para salvar la crisis de conciencia que trae el desmoronamiento de los principios. Bien puede estar el secreto en copiar la fidelidad de Ezequiel.

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