San Pío X, Vida La formación del Clero Joven

San Pío X, Vida La formación del Clero Joven

San Pío X, Vida

La formación del Clero Joven

El modernismo, con el absurdo pretexto y la incalificable idea de querer renovar la Iglesia –adaptando su doctrina a las corrientes del siglo-, había extraviado no pocas mentes, transformando muchos espíritus y relajado profundamente la disciplina.

El pueblo tenía necesidad de la verdad, no de palabras en estilo solemne o de argumentos académicos; necesitaba que su fe fuera robustecida; necesitaba ahondar en el conocimiento del catecismo y acercarse a Dios con una vida vivida cristianamente.

Para ello, faltaban sacerdotes que supieran defender y propagar la verdad, pero que, al mismo tiempo, se acercaran al altar, con obras de misericordia y de piedad.

Era, por lo tanto, natural que Pío X, en su continua preocupación por  reavivar en todos los sectores de la Iglesia  el sentido de lo sobrenatural,  empezase, como condición preliminar e insubstituible, por la formación del clero. Para lograrlo, empezó colocando al frente de las diócesis obispos que a la santidad de vida juntaran el vigor de la sana doctrina y un espíritu probado en la abnegación y el sacrificio.

Pío X, en la selección y en el nombramiento de los obispos, porque “consideraba la dignidad de la Iglesia, no bajo el aspecto de los honores, sino bajo el de la grave responsabilidad que imponen servir a Dios y a la        Iglesia con espíritu sacrificado y de abnegación” (Card. Canalí, Ord. Rom., f. 2024) no tenía en cuenta tradiciones de lugares y de títulos. Atendía únicamente a los meritos, la virtud, la doctrina y al espíritu de piedad de los candidatos. Quería obispos verdaderamente dignos de la dignidad sacra, animados por la gloria de Dios, por la salvación de las almas y el bien de la Iglesia. Preferiría, con un admirable sentido práctico, a aquellos sacerdotes que hubiesen ejercitado el ministerio parroquial.

“Eduquemos al sacerdocio en la santidad de la vida y en la pureza de la doctrina- había dicho en su primera encíclica- y entonces todo el pueblo se formará en Cristo.”

Por ello, convencido a través de una larga  experiencia de que, sin un clero docto y santamente laborioso, la anhelada restauración de todas las cosas en Cristo se convertiría en letra muerta, desde los primeros días de su pontificado puso su pensamiento y su corazón en los seminarios. Los seminarios son siempre la espina dorsal de una diócesis, y él tenía la seguridad de que de una seria reforma de estos procedería un clero que estaría en la vanguardia de la ciencia con la integridad de la doctrina y en la vanguardia de la santidad sacerdotal con la pureza de las costumbres; un clero capaz de  formar a Cristo en el alma y en la vida del pueblo.

Y para conocer a fondo la situación de cada seminario y las deficiencias en la formación del clero, el 7 de marzo de 1904 disponía que en cada diócesis de Italia se emprendiera la visita pastoral.

De las relaciones de los visitadores apostólicos surgieron elementos más que confortantes.

“Por ellas –así escribía el santo Pontífice– hemos venido en conocimiento de que muchos Seminarios están muy lejos de alcanzar  el objetivo para el cual han sido creados, a causa, muchas veces, de la pequeñez de la diócesis, la falta de medios materiales y principalmente la imposibilidad en que se encuentran los obispos de encontrar directores y maestros adecuados para la buena educación  e instrucción de los futuros sacerdotes. No es fácil lograr esto, ya que es imposible que ofrezcan un numero conveniente de alumnos, y menos aún de maestros, diócesis que apenas cuentan treinta o cuarenta mil almas, y otras (y son bastantes) que cuentan con número inferior.

Exhorta a los obispos para que se pongan de acuerdo “para la concentración en un solo Seminario de aquellos de las diócesis que no puedan proveer convenientemente a la educación de sus seminaristas.” Tuvo, con ello, un arranque de genio que despertó la admiración incluso de los más acérrimos enemigos de las instituciones de la Iglesia: la concentración de los pequeños Seminarios en grandes Seminarios Regionales, los cuales  fueran verdaderamente cenáculos de espíritu sacerdotal, de estudios severos y de seria disciplina.

Esta era la mente del Papa reformador, que conocía los problemas de los Seminarios. Pero,  ¡cuántas dificultades, cuánta resistencia y oposición no tuvieron que vencer! Ningún obispo quería ceder su pequeño seminario y ninguna pequeña diócesis, su pequeña piedra preciosa, incrustada en el oro viejo de una antigua tradición. Mas el Papa, que, como obispo,  con un clero docto y santo, había cambiado el aspecto de dos diócesis, no se plegó ante temores tal vez fundados, ante protestas quizá justas ni ante tradiciones que parecían sagradas e inviolables. Quiso y mantuvo firmemente su voluntad, aceptando las excepciones oportunas,  doquiera que los obispos pudieran garantizar seriedad de estudios, dignidad en las disciplinas y posibilidades económicas. Proseguía esta reforma con energía creciente. Ordenaba a la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares elaborar,  con criterios modernos, un amplio programa de estudios que debía ser como la  “oratio studiorum” de todos los Seminarios de Italia. En él no faltaban normas precisas para la educación y la disciplina de los aspirantes al sacerdocio. Estaba convencido de que, donde este programa se observara a conciencia, se formaría un clero a medida de sus deseos: “un clero siempre más digno de su santa y sublime misión para la santificación de las almas y para la mayor gloria de Dios”. Los obispos no tardaron en comprender la voluntad del Papa, y las diócesis  pronto pudieron sentirse orgullosas de una hermosa pléyade de sacerdotes convenientemente adoctrinados en las ciencias sagradas y profanas, preparados para cumplir con dignidad y decoro sus múltiples deberes, dispuestos al entero sacrificio de su mismos por la salvación  de las almas, tanto en las grandes ciudades como en las más humildes y obscuras aldeas.

Un consuelo para el corazón de Pío X, el cual, por medio de la Sagrada Congregación Consistorial, podía decir, el 16 de julio de 1912, a todos los obispos de Italia:

“Las recientes visitas apostólicas a los Seminarios de Italia han demostrado que, por el diligente y vigilante cuidado de los ordinarios, las condiciones de los Seminarios, gracias a Dios, se hallan, por lo común, tan avanzadas que permiten concebir las mejores esperanzas para el porvenir.”

Así, inaugurándose poco después el  Seminario Mayor Romano, que él quiso a la sombra del Lateranense, con no menor gozo y consuelo, aunque nuncio de la oleada de sangre que estaba por desencadenarse sobre Europa, podía volver a escribir, en 16 de febrero de 1913: 

“Ante la gran tristeza de la hora presente y en la vigilia, Dios no lo quiera, de peores males, hallo un dulce consuelo en el florecer de los seminarios. La solicitud y abnegación de los superiores, la perfecta ortodoxia de los maestros, la docilidad de los alumnos y la escrupulosa aplicación de todos a sus propios deberes presagian para la Iglesia un porvenir venturoso. Los sacerdotes que saldrán de nuestros Seminarios, aunque se cumplieran los tristes presagios de grandes desdichas sociales, a las persecuciones y a los peligros de todo género, aun en las pruebas más duras y las ruinas más desoladoras, permanecerán fieles a la Iglesia  y a las obligaciones de su divina misión. Sufrirán con paciencia, y Dios y los hombres compensaran su fe y su coraje, porque resplandecerá el sol tras la noche de borrasca.”

Pío X,  sabía que el sacerdote, para estar a la altura de su misión, debía acompañar a su formación intelectual la santidad de vida, y, por ello, le consumía un continuo deseo de que la Iglesia tuviese un clero convenientemente preparado en el estudio de la ciencia y en e4l ejercicio de la virtud.

He aquí porque desde su primera encíclica de 4 de octubre de 1903, conjuraba a los obispos a que no desearan otra cosa que la de “formar en Cristo a aquellos que por vocación divina están destinados a formarlo en los otros.”  Concentrando todas sus solicitudes –propuesto todo otro cuidado- en sus Seminarios, a fin de que florecieran por la integridad de la doctrina no menos que por la santidad de las costumbres, pues de la formación de los sacerdotes dependía la educación de los pueblos.

De ahí también que en carta del 5 de mayo, dirigida al cardenal patriarca de Lisboa, le advirtiera que los Seminarios debían ser como los quiso el Concilio de Trento: “asilos de nobles estudios y cenáculos de piedad.”  

Y en su carta-encíclica “Pieni l’animo”  a los obispos de Italia de 28 de julio de 1906, amonestaba con tono emocionado:

“Volvamos a insistir con todas las fuerzas sobre lo que tantas veces hemos ya recomendado, sobre el gravísimo deber que os atañe de vigilar y promover con toda solicitud la buena marcha de nuestros Seminarios. Como los eduquéis, así  tendréis los sacerdotes, y tened en cuenta que los Seminarios están destinados exclusivamente a preparar a los jóvenes, no para una carrera civil, sino para la alta misión de ministros de Dios.”

E insistiendo sobre este mismo pensamiento, recomendaba cautela en la selección de los candidatos al sacerdocio e inflexibilidad en rehusar a los que no fueran dignos.

“Los obispos –añadía- deben ejercer la más escrupulosa vigilancia en la aceptación de los jóvenes, en el desenvolvimiento de sus vocaciones, en sus contactos con las personas no menos que en sus lecturas. Sean severos en las indagaciones y rigurosos en los escrutinios antes de elevarlos a las Ordenes Sagradas. Advirtiendo que el sacerdocio, instituido por Jesucristo para la salvación de las almas, no es un oficio o trabajo humano cualquiera, al cual uno pueda dedicarse libremente por cualquier razón.

Por ello, en el Seminario no debe faltar el director espiritual, hombre de prudencia no común, experto en la vida espiritual, capaz de cultivar incansablemente y con toda solicitud a los jóvenes en aquella solida piedad que es el primer fundamento de la vida espiritual.”

El nivel al que aspiraba llegar Pío X, era de máxima importancia: la santificación y la formación del clero para la salvación de las almas.

Lo había expresado claramente en su primera encíclica de 4 de octubre de 1903, en la que dirigiéndose a los obispos, les decía:

“No decaigan vuestros cuidados cuando los nuevos sacerdotes hayan salido ya del Seminario. Os los recomendamos desde lo más intimo del alma; acercadlos a menudo a vuestro pecho, que debe arder de fuego celestial; encendedlos, inflamadlos, porque ninguna otra cosa anhelo sino Dios y ganar almas para Cristo.”

Y, manifestando todo su pensamiento, añadía:

“consideramos dignos de alabanza a aquellos jóvenes sacerdotes que se entregan al estudio de doctrinas útiles en toda clase de ciencias para estar así mejor preparados para defender la verdad y para rebatir las calumnias de los enemigos de la fe. Pero no podemos ocultar que Nuestras preferencias son y serán para aquellos que, cultivando también la erudición eclesiástica y literaria, se dedican de cerca al bien de las almas con el ejercicio de aquellos ministerios que son propios de un sacerdote celoso del honor divino.”

Durante su ministerio sacerdotal se había encontrado con no pocos sacerdotes santos, pero también halló vocaciones sacerdotales de una fe muy débil, vacilantes entre el honor del sacerdote y las corrientes del siglo. Por esto, el 5 de mayo de 1904, recomendaba vivamente a su cardenal vicario la formación del clero joven.

“Para hacer reinar a Jesucristo en el mundo – escribía- ninguna cosa es tan necesaria como la santidad del clero, porque con el ejemplo, con la palabra y con la ciencia guiara a los fieles que serán siempre lo que los sacerdotes sean: “sicut sacerdos, sicut populus.”

De ahí surge la necesidad de que los llamados por el Señor sean formados ya desde los primeros años, no solo en la piedad y doctrina, que hará que ellos la sal de la tierra y la luz del mundo, sino también la de que hayan meditado y practicado la santidad de vida bajo una vigilante observancia y una segura disciplina en los Seminarios, en donde se preparan los operarios que deberán cultivar la viña del Señor y en donde se adiestran los intrépidos atletas que deberán sostener las batallas de Dios.

Por todos estos motivos, ya hablara o escribiese, su más seria preocupación era la de que el clero –especialmente el joven- creciera en el recogimiento de la oración, en el amor al estudio y en la santidad de costumbres, alejado del espíritu del mundo, no engolfándose en las cosas terrenas, “sin tomar parte en asociaciones que no dependieran de los obispos”, “no dando excesiva importancia a los intereses materiales del pueblo, para no correr el riesgo de descuidar los más graves de su sagrado ministerio.”  Mandaba que los clérigos y jóvenes sacerdotes que Vivian en Roma por razón de sus estudios se acogieran a un Seminario o colegio eclesiástico, para que las ideas y la relajación del mundo no entibiaran la santidad de sus vocaciones.

Por esto, después de haber encarecido a los obispos que se mostraran muy cautos en confiar a los jóvenes sacerdotes las obras del apostolado, encomendándolas solamente a aquellos que hubieran demostrado docilidad de animo a las ordenes de la jerarquía, recordaba que el sacerdote debía mantenerse por encima de todas las encomiendas y de todos los partidos mundanos, añadiendo:

“El sacerdote, elevado sobre otros hombres, para cumplir la misión que tiene designada por Dios, debe mantenerse por encima de todos los intereses humanos, de todos los conflictos, de todas las clases de la sociedad. Su campo es la Iglesia, en donde como embajador de Dios, predica la verdad e inculca, con el respeto a los derechos de Dios, el respeto a los derechos de todas las criaturas. Obrando así, no se halla sujeto a ninguna oposición, no se muerta parcial ni, para evitar choque con ciertas tendencias o para no irritar con polémicas los ánimos exasperados, se coloca en el peligro de disimular la verdad o callarla, faltando en uno u otro caso a sus deberes, sin decir que debiendo tratar muy a menudo de cosas materiales, podría hallarse ligado a obligaciones dañosas a su persona y a la dignidad de su augusto y sagrado ministerio.”

Pero el documento que resume toda su pasión para una solida formación del clero según el Espíritu católico en recuerdo de su jubileo sacerdotal, invitándoles a elevarse a aquella divina atmosfera en la que él vivía y se movía.

El cardenal Merry del Val, su secretario de Estado, recordaba que por las mañanas, cuando él entraba en el despacho del santo Pontífice para la acostumbrada audiencia, lo encontraba ocupado ya en escribir las bellísimas paginas de aquel “preciso y completo programa de santidad sacerdotal.”

 

Era natural, pues, el deseo del Papa de lograr con aquella su exhortación un resultado práctico y convincente. Venía a ser como su testamento, su más precioso regalo: traducción de las palpitaciones de su corazón y las vibraciones de su alma para la santificación de la inmensa familia sacerdotal.

Es aquí, en estas páginas cálidas de fe, inspiradas en aquellos grandes maestros de la Iglesia, que fueron educadores incomparables del clero,  donde los sacerdotes debían encontrar delineada con amplitud de pensamiento, aquella santidad de vida que exige  la excelsa dignidad del embajador de Cristo “sin la cual es infructuoso todo ministerio sacerdotal.” 

 

Aquí se recuerdan las virtudes en las que los sacerdotes deben distinguirse principalmente, entre las que destacan la pureza de costumbres y una inmensa caridad hacia los descarriados, atribulados, abandonados, etc.

Aquí se indican los medios que conducen a la santidad sacerdotal: la oración, meditación de las grandes verdades de la fe, lectura de libros devotos, examen de conciencia y el amor a la piedad y al recogimiento de la mente y del corazón.

Aquí se hallan las efusiones del corazón del Papa santo, que se  santificaba a sí mismo, para que fuera santo todo el clero, particularmente el joven, al que quería educado en los grandes ideales de la santidad de vida, de una ciencia laboriosa y sometido a una obediencia incondicional a la Iglesia y a los deseos del Papa.

En un tiempo en que el modernismo había ya forzado las puertas del Santuario, infiltrando entre los jóvenes levitas el soplo del orgullo, de la independencia y de la rebelión, nada más natural y más lógico que él, padre, maestro y pastor universal de las almas, insistiera continuamente sobre la más firme obediencia al Papa, “la cual, si es absolutamente obligatoria para todos los fieles – como así lo hacía observar a los obispos de Italia-, más lo es para los sacerdotes como parte principal de sus sagrados deberes.“  Por esto, repitiendo advertencias ya hechas, en 18 de noviembre, hablando a los sacerdotes de la Unión Apostólica, insistía una vez más:

“Amando al Papa, no de palabra, sino con toda la verdad y sinceridad. Cuando se ama al Papa, no se discute acerca de lo que él manda o exige, o hasta donde debe llegar la obediencia o en que se le debe obedecer. Si se ama verdaderamente al Papa, no se dice tampoco que no ha hablado con bastante claridad, como si estuviese obligado a repetir al oído de cada uno su voluntad claramente expresada ya, y no de palabra, sino suficientemente en encíclicas y en otros documentos públicos; no deben ponerse en duda sus ordenes, alegando lo que dicen quienes no quieren obedecerle: que no es el Papa quien manda, sino los que le rodean; no se limita tampoco el campo en donde el pone o debe poner su autoridad; no debe anteponerse a su sagrada autoridad la de otras personas, aunque doctas, que disientan del Papa, las cuales, si son doctas, no serán santas, porque el que es santo no puede disentir del Papa.”

Solamente Pío X, que, en toda su vida de sacerdote y de obispo, había sido siempre un apologista entusiasta del Papa y le había profesado una devoción tal como su se tratara de cosa sagrada, podía hablar así y terminar su vida con la mas apasionada de sus exhortaciones: la obediencia al Papa.

En efecto, el 27 de mayo  1914, en su última alocución consistorial, después de haber señalándolas falaces embestidas que la  “ciencia engañosa del tiempo.”   Promovía para sacudir y debilitar en las conciencias la autoridad y el augusto prestigio del Papa así:

“En estas tristísimas condiciones, siento la necesidad de contar con defensores de la sana doctrina, con maestros de la verdad, con pregoneros de los propios deseos del Papa.

Decid a todos, pero especialmente al clero, que es en las discordias acerca de la doctrina y en las discusiones donde  satanas alcanza el triunfo y domina a los redimidos. Para conservar la unión en la integridad de la doctrina, decid solemnemente que los hijos devotos del Papa son aquellos que obedecen su palabra y la siguen en todo, y no los que con arbitrarias interpretaciones estudian la manera de eludir sus ordenes atribuyendo a sus palabras distintos significados de los queridos por el Papa e interpretando como aprobación su prudente silencio.

Graves palabras que venían a resumir su testamento.

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