Papa Pío X. El Párroco de Salzano (1867-1875)

Papa Pío X. El Párroco de Salzano (1867-1875)

Papa Pío X.

El Párroco de Salzano
(1867-1875)

Papa-Pio-X-II

El capellán de los capellanes, el 21 de mayo de 1867, fue nombrado párroco de Salzano, una de las mejores parroquias de la diócesis de Treviso, en la ubérrima llanura que se tiende hacia las quietas lagunas de Venecia. Pero este nombramiento suscito cierto disgusto, promoviendo críticas y comentarios.

Los vecinos de Salzano, acostumbrados a tener como párrocos a sacerdotes que, por lo común, acababan en los primeros cargos canonicales de la catedral de Treviso, al saber que el obispo le enviaba al joven capellán de Tómbolo, se sintieron ofendidos y humillados.

-¡Cómo? –Decían- ¿Un capellán en una parroquia como ésta que siempre ha tenido una tradición gloriosa de arciprestes doctos y experimentados? Pero, además, seamos justos. Si dejaron a este don Sarto sus buenos nueve años en Tómbolo, entre mercaderes y vendedores de ganado, esto quiere decir lo poco que vale.

El obispo, Mons. Federico Zinelli, de momento, les dejó hablar. Pero apenas tuvo delante a los fabricantes de Salzano, acompañados por el diputado municipal y anciano consejero Pablo Bottacin, antes de presentarles el nuevo párroco, sin preámbulos y sin reticencias, les dijo:
-Al daros como párroco el capellán de Tombolo, he hecho mucho por Salzano. Os he dado un párroco de oro, aunque no tenga especiales aureolas o colores heráldicos. Id, y los hechos se encargaran de haceros cambiar de opinión.

Los fabricantes no replicaron. Pero cuando, junto al obispo, vieron un clericucho flaco, pálido, encogido del cansancio del viaje de Tómbolo a Treviso, se miraron con tristeza, disimulando lo mejor que supieron su desilusión, mientras uno de ellos, aprovechando el momento en que el nuevo párroco hablaba con el primero de los fabricantes, susurró al vecino con acento socarrón:
-¡el obispo por Solazano! ¡Ah, sí, menudo regalo nos ha hecho!
Pero aquellos señores no debían tardar en cambiar de opinión, cuando, poco después, vieron a aquel joven sacerdote entregando a su tarea de pastor de almas.

 

El trabajo

En Salzano, el futuro Pío X fue lo mismo que había sido en Tómbolo: un trabajador de buena madera.

Afable y complaciente, quiso en seguida saber de todos sus feligreses, conocerlos a todos y aproximarse a ellos con el corazón. Y fue allá donde le llamaban, y, con sagacidad y prudencia, se presentó también donde no le llamaban, para decir a pobres y a ricos, a dichosos y atribulados, palabras de esperanza, de aliento y de bondad.

Después, empezó a predicar la fe, entendida en toda su sublimidad y en toda su fuerza. Predicaba la palabra de Dios, explicaba el Evangelio con orden y claridad. En el confesionario era incansable, pronto en el visitar y consolar a dolientes y enfermos, en el asistir a los moribundos a toda hora del día y en cualquier momento de la noche.

Pero su campo y su centro de acción era el Catecismo.
Persuadido de que un pueblo sin el conocimiento del Catecismo muere; como muere en los campos la semilla sin agua, insistía en el Catecismo.
-Os ruego y os conjuro a que vengáis al catecismo- decía continuamente a su pueblo; antes que faltar al Catecismo, faltad a las Vísperas.

Esta era su continua preocupación, porque sabía que su pueblo, con el conocimiento del Catecismo, no perdería nunca aquella brújula divina de la fe y de la moral cristiana.

Por ello acostumbraba a repetir que la mayor parte del mal proviene de la falta de conocimiento de Dios y de sus verdades, y no dejaba un momento de invitar con cálidas recomendaciones a sus feligreses a la frecuencia del Catecismo, que él explicaba con mucha vitalidad y con gran pasión.

Pero, para que las verdades de la fe se grabaran con más facilidad en las mentes, tuvo la luminosa idea de adoptar el sistema del Catecismo dialogado, que desarrollaba, con extraordinaria agilidad, con un joven sacerdote de una aldea vecina: una novedad que los domingos atraía a Salzano mucha gente, aún de las parroquias de los alrededores.

Algún párroco, que siempre contemplaba en propia Iglesia casi desierta, no dejaba de lamentar ante el obispo este nuevo sistema de explicar el Catecismo. Pero el obispo, que seguía con gran interés y con viva complacencia el incomparable celo del párroco de Salzano, respondía sonriendo:
-¿Por qué no hacéis vosotros lo mismo?

 

Fervor de obras

El obispo respondía así, porque no ignoraba que don Sarto era un párroco que por la salvación de las almas y por el bien de sus feligreses no se detenía ante las privaciones, no sospesaba los sacrificios, no pensaba en las fatigas ni ahorraba sudores.

Pero, más que el obispo, lo sabia el pueblo de Salzano, el cual en poco tiempo pudo contemplar cosas que antes no había visto nunca: más hermosa y más decorosa la Iglesia; más majestuoso y más devoto el rito de las funciones sacras; una escuela de canto sacro bien organizada; promovidas por todos los medios la vida cristiana y la santidad de las costumbres, con la consideración debida la enseñanza religiosa en las escuelas municipales, más firme la concordia de los ánimos y la paz en el seno de las familias; defendidos los derechos de los obreros; más prósperos y florecientes aún los mismos intereses económicos, que ahora tenían el apoyo de una caja Rural que el laborioso arcipreste, con claridad de mente, había querido fundar para tener más cerca de sí y más adherido a la fe a aquel pueblo de agricultores que él educaba en la previsión y en el ahorro.

La gran parroquia había cantidad de fisonomía, adquiriendo el aspecto de una parroquia modelo, con un pueblo honesto, laborioso, asiduo a la Iglesia, obediente y disciplinado a la voz de su párroco.

En el recuerdo de los ancianos, nunca Salzano había tenido un párroco tan activo y tan incansable como don Sarto; un párroco que en el aspecto alegre de su rostro y en la dulce mansedumbre de sus ojos mostraba su gran corazón de pastor de almas y de padre de su pueblo.

Por ello, no ha de maravillarnos que los vecinos de Salzano sintieran por él un respeto y una veneración como por un sacerdote santo que vivía su misma vida, y reconocieron concordes y unánimes que el obispo, enviándoles como párroco al capellán de Tómbolo, había hecho realmente un “regalo” y un bien a su parroquia, que había alcanzado ya el primer lugar entre las parroquias de la diócesis, no solo por el orden que reinaba en ella, sino también por el consolador despertar de una vida verdaderamente cristiana que don Sarto había fundamentado sobre un profundo espíritu de fe y de piedad, dando un vigoroso impulso a la publica adoración al Santísimo Sacramento y a la Primera Comunión de los niños, celebrada antes de que hubieran cumplido la edad en aquel tiempo acostumbrada.

Este particular fue señalado, para perpetua memoria, en la declaración redactada por Su Excelencia Mons. Zitelli al terminar su visita pastoral a Salzano:
“Optimo el espíritu religioso de la parroquia; la población unida y concorde alrededor de su párroco; consoladora, la frecuencia a los Sacramentos; un gran número de comuniones y muy bien instruidos en la Doctrina Cristiana los niños; en regla, cuanto se refiere al culto divino.”

 

Todo corazón para su pueblo

El pueblo de Salzano estaba orgulloso de su párroco y todos le querían bien, porque sabían, además, que lo necesario podía faltarle a él, pero no a quienes se hallaban en la pobreza y en la miseria.

Ante la indigencia, el párroco de Salzano no vacilaba: se privaba de todo, porque comprendía lo que suponía una vida cargada de trabajos y el plato vacio sobre la mesa.

Las frecuentes quejas de sus hermanas, que veían desaparecer tan pronto ropa blanca como vestidos, tan pronto trigo como harina de maíz, no contaban, y, si querían conservar lo poco que tenían en casa, tenían que esconderlo, para que el futuro Pío X no lo distribuyera.
Para don José Sarto sólo contaba una cosa: su gran fe en la Providencia.

“¡La Providencia nunca falta!” era su dicho predilecto y su palabra de orden. Por ello, no sintió nunca tentación de acumular dinero, ni en el día de hoy pensó en el mañana, ni aún gozando de un pingüe beneficio ahorro nunca un céntimo.

Los pobres eran su constante preocupación. Para él lo demás no tenía importancia.

¿Qué había de importarle, si, cuando no sabíacómo ayudar a una familia caída en la desventura, porque ya no le quedaba nada por dar, no hallaba reposo hasta ofrecerse, como último recurso, a prestar fianza, aunque supiera que a su vencimiento tendría que pagar de su bolsillo?

¿Qué había de importarle, si para salir de ciertas situaciones angustiosas, creadas por su inagotable caridad, tenía que echar mano de su mismo anillo parroquial, enciandolo secretamente al Monte de Piedad de Venecia?

Y ¿Qué había de importarle si, para socorrer la pobreza y salvar de la indigencia a sus feligreses, se olvidaba de su propia persona, hacia el extremo de descuidar los gastos más imprescindibles?

Cuando sus hermanas se lamentaban porque se estaba quedando sin medias, respondía con prontitud:
-¡Remendad las viejas! Un día una de ellas, María; le hizo notar que le hacía falta una sotana.

-¡No tengo dinero! –Fue su respuesta-
No tenía medias, no tenía dinero, porque – como decía el pueblo- para los pobres tenías las manos agujeradas. No tenía ropa, porque lo daba todo, porque se privaba de todo, hasta las mismas camisas y de sus mismos zapatos.

Los vecinos de Salzano afirmaban que su párroco tenia siempre el granero vacio, porque el grano del Beneficio Parroquial no era suyo, sino de los pobres.

¿Y para él…?
Para él “un montoncito de alubias escuálidas y medio tísicas” Para él sus acostumbradas, sus admirables palabras: “El Señor proveerá”

 

Una olla que vuela

Don Sarto era insuperable en las obras de caridad. Un día, hacia el mediodía, Rosa –una de sus hermanas- entró en la cocina. Pero ¡Cuál no sería su sorpresa cuando advirtió que la olla que había puesto al fuego, con un trozo de carne, para la comida, había desaparecido!
-Pobre de mí, ¿qué haré ahora? – exclamó con voz lastimera.

La oyó don José, y, para tranquilizarla, sonriendo con dulzura, le dijo:
-Ha venido hace poco un pobre desdichado que tiene la mujer enferma y cuatro niños que tienen hambre. No sabiendo que darle, le he dado la olla con el caldo y la carne. No te inquietes. En cuanto a nosotros, el Señor proveerá.

-Pero ¿qué comeremos ahora? –replicó la hermana.

-¡Polenta y queso! –respondió él, que, ordinariamente, se contentaba con un huevo o con un simple potaje de alubias.

Las hermanas siempre tenían que callar, porque, si se hubiera atrevido a pronunciar una palabra, de los labios de don José habrían escuchado la invariable respuesta:
-¿Tenéis miedo a morir de hambre?

 

La cólera de 1873

Y hemos llegado al año 1873: el año terrible del cólera, que se señala el ápice de la caridad del heroísmo del párroco de Salzano.

Para don Sarto se agudizaba y sembraba lutos y dolores. Don José, dispuesto a dar la vida por sus feligreses, no vacilo, y, desafiando la muerte, bajó en seguida al campo de la desolación y del dolor.

¿Había que confesar a algún apestado? Era él quien corría de día y de noche, en todos los momentos y a todas las horas, no permitiendo, por un sentimiento de cristiana caridad, que sus dos capellanes se expusieran al peligro de contraer el contagio.

¿Había que enterrar a un muerto? Era él quien participaba en la triste ceremonia para bendecir, por última vez y en cuerpo presente, a sus parroquianos.

¿En alguna de aquellas casucas perdidas en la desolada llanura, faltaba lo necesario? El se transformaba en providencia, en ayuda, en consuelo.

¿Alguna casa pobre no tenía un solo familiar que supiera asistir a los enfermos contagiosos? Don Sarto sugería los remedios oportunos, aconsejaba, infundía aliento, y, a veces, hacía de médico y de compasivo enfermero.

¿Faltaban brazos para transportar al cementerio los muertos? ¿Para que estos pudieran tener el honor de la tumba? Era él mismo quien se prestaba con prontitud a la obra de la misericordia.

Había caminado, una tarde, hasta una casa lejana, para un entierro. Sólo había tres hombres: faltaba el cuarto.

Don Sarto vio y calló. Roció con el agua bendita el féretro, entono el “De profundis” y, con estola y sobrepelliz, se dispuso a ayudar a aquellos tres hombres a llevar el difunto.

Las emociones que sufrió viendo como la peste diezmaba a tantas familias desdichadas, el trabajo agotador, la absoluta falta de reposo durante las noches, los ayunos extenuantes y los excesos sin número que la urgencia de los socorros le había impuesto, el luto y la desolación de su pueblo, tan duramente probado, debilitaron pronto su fibra robusta. Se había convertido en un esqueleto.

Los amigos, las hermanas, el mismo obispo le recomendaban un poco de reposo y tranquilidad, pero el fuerte operario del Señor respondía: “¡No tengáis miedo! ¡El Señor ayuda!” y, sin escuchar a nadie, continuo infatigable en su rudo y fecundo trabajo.

Un día del 1875, el obispo lo llamaba a la Curia para comunicarle que lo quería en Treviso como canónigo de la catedral. Probó el humilde párroco de eximirse de un honor tan inesperado, pero el obispo no quiso escuchar razones ni suplicas.

Así, poco más tarde, obedeciendo a la orden de su obispo, el 16 de septiembre de 1875, dejaba la gran parroquia, pero lo acompañaba el llanto y el recuerdo de un pueblo que él tan intensamente amaba.

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