San Pío X.  Un luto doloroso

San Pío X. Un luto doloroso

San Pío X
Un luto doloroso

su-gran-amor-la-Eucaristia

Pero el segundo año de su vida de Seminario habría de llorar lágrimas amargas.

El alguacil de Riese, a fines de abril de 1852 hubo de guardar cama, muriendo después de algunos días de enfermedad.

Aquella muerte hizo sangrar el corazón del joven seminarista, porque suponía para su madre una vida oscura de sufrimientos, dificultades y angustias que debían renovarse cada mañana y cada noche.

No se turbo.

Aceptó, como tomándola de las manos de Dios, tan amarga desventura y volvió a estudiar con más incansable energía. Concluyo un año escolástico con la nota “eminentemente distinguido.”

 

Las vacaciones

En los tres meses de estío que los alumnos de aquellos seminarios pasaban en casa, nuestro José volvía siempre a contemplar con emoción gozosa su casuca paterna. Durante aquellos tres meses sus delicias eran la Iglesia y la parroquia; sus ocupaciones, el estudio y la oración; su pasión, la música sacra.

Alguna tarde iba a casa de su hermana Teresa y de su cuñado Juan Bautista Parolin, y frecuentaba con el párroco y el capellán la quinta de la condesa Marina Loredán- Gradenigo, que había sido dama de la Corte de Napoleón I.

Pero, después, algo le oprimía el corazón.

Cuando las vacaciones tocaban a su término, le turbaba y angustiaba un pensamiento: su pobreza.

Y, entonces, antes de volver al Seminario, con humildad, con abatimiento, no sin ningún rubor en las mejillas, llamaba a la puerta de la buena gente de Riese para reunir aquel dinero que necesitaba para sus pequeños gastos.

 

Hacia el Sacerdocio

En noviembre de 1854 José Sarto había terminado todos los estudios clásicos con las notas acostumbradas: “eminentemente sobre todas las disciplinas” y empezaba el estudio de la Teología: el estudio sacerdotal.
También en los estudios teológicos el joven seminarista de Riese reveló una mente lúcida y profunda, un ardor siempre renovado por conocer las cosas divinas y un proceso cada vez más sensible en la virtud y en la piedad.

Testimonio seguro de su aplicación es el concorde sentir de sus superiores, los cuales, contestando al obispo de Treviso que había solicitado informaciones reservadas del seminarista Sarto, con la complacencia más viva, en fecha 28 de julio de 1855, así escribían:
“el seminarista Sarto es un verdadero ángel y es, sin comparación, el primero de su clase.”

Pero ya se avecinaban horas solemnes y acontecimientos inolvidables. Como primera etapa de un inmenso camino, el hijo de Juan Bautista Sarto y de Margarita Sanson, había recibido en Treviso las Ordenes Menores.

El 19 de septiembre de 1857 alcanzó el subdiaconado y el 27 de febrero de 1858 le había sido conferido el diaconado.

Ahora podía mirar tranquilamente hacia adelante y disponerse a subir al altar de Dios con corazón puro y manos inocentes. El mes de agosto de 1858, concluido con devoción y entrega el cuarto curso teológico, dejaba para siempre aquel gran Seminario paduano en la emocionada expectación de su ordenación sacerdotal.

Lo acompañaban las más seguras esperanzas, y la admiración de los superiores, de sus condiscípulos y de sus compañeros. El rector de aquel Seminario, escribiendo el 24 de agosto al rector del Seminario de Treviso, hablaba en él en los siguientes términos:
“Sarto, durante los ocho años que paso en este Seminario, no dejó nada que desear, antes bien, dio continuas pruebas de gravedad, de excelente piedad y de incomparable conducta, de suerte que diré en pocas palabras: ¡Quisiera el Señor conceder y multiplicar jóvenes de esa madera.”

¡Qué galardón y qué gloria para el gran seminario de Padua!
El 18 de septiembre de 1858, su obispo, Mons. Antonio Farina, en la catedral de Castelfranco, en el Véneto, lo ordenaba como sacerdote de Cristo para el tiempo y para la eternidad. Rebosando una fe admirable y un vivísimo júbilo, estaba presente aquella buena mujer, Margarita Sanson, con sus hijas Teresa, Rosa y María, las cuales “estaban tan contentas de tener un sacerdote en la familia –afirmaba una de ellas- que no les parecía sino que se habían trocado en grandes señoras.”
Humilde mujer del pueblo, no sentía aquella ninguna ambición terrena.

El joven sacerdote de Riese no veía ante sí más que una meta: la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Pero ignoraba sus altos destinos.

Acerca del autor

Temas relacionados

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.