Juan Maria Vianney: Santo Cura de Ars: Del libro: Retratos de los santos de Antonio Sicari ed. Jaca Book

Juan Maria Vianney: Santo Cura de Ars: Del libro: Retratos de los santos de Antonio Sicari ed. Jaca Book

A decir verdad, había más de alguno que lo despreciaba. Un párroco vecino, que veía sus penitentes encaminarse hacia Ars, le escribía: “Señor cura, cuando se posee poca teología, no se debería nunca entrar en un confesonario”.

Y algún otro directamente predicaba en contra de él. Y el Cura de Ars respondía: “¡Mi querido y amadísimo hermano, cuantos motivos tengo de amarle! ¡Usted es el que me ha conocido bien!” y le pedía con insistencia de ayudarlo a obtener del obispo de ser liberado de aquel encargo en modo que “siendo sustituido en su lugar que no era digno de ocupar por motivo de mi ignorancia, pueda retirarme en un rincón y llorar sobre mi pobre vida”

Pero esta humilde y sufriente concepción de sí mismo, nótenlo bien, no depende de un carácter triste, melancólico o angustiado. Al contrario, él es un hombre vivaz, capaz al punto del humorismo. Más bien, concurren a formarla dos factores de diversa entidad. Entra indudablemente un hecho histórico-cultural: La educación que él había recibido fue muy severa, estampada en un rigorismo jansenista, muy preocupada del misterio de la predestinación y de la donación.

Un rigor que al inicio él usará también hacia sus penitentes y en las predicaciones, pero que después cederá siempre más el puesto a una exaltación vibrante y esparcido del amor de Dios. Pero hay todavía más un hecho místico.

Será él mismo a revelarlo a una penitente:

“¡Hija mía, no pidas a Dios el conocimiento completo de tu miseria, yo lo pedí una vez y la he obtenido, si Dios no me hubiera sostenido, hubiera caído inmediatamente en la desesperación!”.

Y a una colaboradora pastoral:

“Pedí a Dios de conocer la miseria. La conocí y estuve así superado que rogué de disminuir la pena que probaba. Me parecía de no poder soportarla”.

Y en otra ocasión más confió:

“Me he espantado de tal manera en conocer mi miseria que he implorado inmediatamente la gracia de olvidarla. Dios me ha escuchado, me dejó bastante lucidez de mi miseria de hacerme comprender que yo no soy bueno para nada”.

Debemos estar muy atentos. En la vida a muchos místicos se les presenta esta experiencia, una especie de “noche oscura” necesaria para participar de la pasión de Cristo y abandonarse así totalmente en las manos del Padre e impregnarse de su amor.

“Dios todo, yo nada” es la expresión también de San Agustín, de San Francisco, de Santa Catalina de Siena y también de algunos jóvenes Santos de nuestros días.

En la vida del Cura de Ars esta experiencia se liga íntimamente a aquella misión de la cual ya he hablado: llegar a ser totalmente, gloriosamente sacerdote, sin que ningún orgullo humano pueda más interferir con el poder de gracia que Dios concede a su criatura.

“El buen Dios, que no tiene necesidad de ninguno, se sirve de mí para su gran trabajo, si bien yo sea un sacerdote sin ciencia. Si hubiese tenido a mi mando otro párroco que hubiese tenido más motivos que yo para humillarse, lo habría tomado y hecho, a través de él cien veces más del bien”.

¿Pero, dentro de esta “mística muerte”, como vive el Cura de Ars? Ante todo él no era uno de los que perdiera el tiempo a lamerse las heridas (como sucede inevitablemente cuando, en lugar de una humildad sagrada, se trata solo de complejos psíquicos).

Más bien ofrece su entera humanidad al servicio de Dios. Ante todo con el conocimiento de tenerse que “sacrificar”. Todavía hoy, vemos de los instrumentos de penitencia de él usados, el recuento del estilo de vida que escoge para sí, de los ayunos practicados, de las vigilias, de la ausencia de cada por sí mínimo consuelo físico, despierta impresión.

Se duerme poquísimas horas sobre las desnudas tablas, se alimenta poquísimo mojando en una cacerola de papas hervidas que duraba para varios días, se flagelaba hasta desvanecer, lo hace sobretodo porque es párroco, por lo tanto, le toca a él pedir perdón por los pecados de sus hijos; Porque confiesa demasiado, y toca a él realizar aquella penitencia porque para los pecadores sería demasiado pesado aunque si lo merecían.

“Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia. Yo estoy dispuesto a sufrir todo aquello que Tu quieras, por toda lo que dure mi vida… para que se conviertan”.

¿Por otro parte, si él no hubiese dominado de tal manera su cuerpo y su sensibilidad, como hubiera podido resistir una vocación que lo clavará por más de veinte años a confesar, ininterrumpidamente, hasta extenuarse por 15-17 horas al día, sin poder jamás agotar la fila de los penitentes que viene de toda la Francia y pide insistentemente de ser escuchada?

En la vida de los Santos, cada particularidad, para no aparecer ambiguo, debe de ser visto teniendo en cuenta todo el diseño que Dios tiene sobre de ellos. En segundo lugar, el Cura de Ars vive con la preocupación de tener que ser, para sus fieles, el buen pastor. Ante todo educarlos. El párroco que lo ha precedido, en un informe, ha dejado escrito que la gente del lugar era tan ignorante, privada de instrucción religiosa, que la mayoría de los niños “en nada se diferencian de los animales, si no es por el Bautismo”. Y, lo mismo vale para los adultos hombres, ahora lejanos de la Iglesia o de cualquier modo que sea pasivos frecuentes, y de raro. Se les encuentra donde sea, los conoce uno por uno, los entretiene en la Iglesia con predicas que duran hasta una hora. En veces se confunde, Otras se conmueve. Y también se interrumpe e, indicando el Tabernáculo dice, con un tono que derrite: “Él está allá”.

Habla con ello al tú por tú, usando su lenguaje, sus comparaciones. Se necesita ir despacio a decirle que el Cura de Ars no fuese inteligente. Sus predicaciones revelan una vivacidad de lenguaje y de impostación desvelando estupor. He aquí como habla a sus fieles de su desganada oración, describiendo una familia-tipo:

“En casa, no piensan minimamente a recitar el ‘benedictus’ antes de comer, ni la oración de agradecimiento después, y ni siquiera el Ángelus. Admitamos que lo dicen por un viejo hábito, pero al verlos se sentirían mal: las mujeres lo recitan mientras despachan y llaman en voz alta a los hijos y a los criados, los hombres mientras dan vuelta sobre las manos el gorro o el sombrero casi por comprobar si tiene algún hoyo. Piensan en el Señor como si tuvieran la certeza que El no existe de hecho y fuera alguna cosa de risa”.

Y todavía sobre el amor de Dios:

“Nuestro Señor está sobre la tierra como una madre que lleva su hijo en los brazos. Este niño es malo, de patadas a la madre, la muerde, le araña, pero la madre no hace caso; ella sabe que si desfallece, el niño cae, no puede caminar sólo. He aquí como nuestro Señor; Él soporta todos nuestros maltratos, soporta todas nuestras arrogancias, nos perdona todas nuestras necedades, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros”.

Y todavía sobre el orgullo:

“He aquí por consiguiente un tal que se atormenta, se agita, que hace alboroto, que quiere dominar sobre todos, que se cree cualquier cosa, que parece querer decir al sol: ‘¡quítate de ahí, déjame iluminar al mundo en tu lugar!…’. Un día este hombre orgulloso será reducido todo a un pedazo de cenizas que será llevada de río en río… hasta la muerte”.

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